El libro reciente Historias para la ciudadanía –ciudadanía en mayúsculas en la portada- de Rafael Sagredo Baeza propone una serie de historias, así, en plural, que constituyen una selección de temas sobre la construcción del pasado republicano de Chile, prestando especial atención a lo sucedido durante el siglo XIX. A esto se agrega la intención expresa del autor por instalar su escrito en la denominada ‘historia pública’, esto es, aquella que se escribe para ser leída por “un público amplio y heterogéneo”, de ahí que no figuren notas al pie de página, elencos bibliográficos ni párrafos dedicados a la presentación y discusión de asuntos teóricos. Todos estos aspectos están en función de facilitar la comprensión de lo escrito y generar una reflexión que apoye la identidad de cada uno en este presente de cambios y desafíos en nuestra sociedad. Tendremos la oportunidad de volver sobre este concepto de historia pública más adelante.
Historias, entonces, que progresivamente van tomando aspecto de líneas gruesas en la medida que avanza la lectura: una de ellas resulta de especial interés al tratar la historia del conocimiento, descripción del territorio, sus habitantes y costumbres, así como la formulación de una idea de la todavía naciente república. Los extranjeros, señala el autor, jugaron un papel decisivo al realizar extensas travesías y exponer sus resultados por medio de pinturas (Mauricio Rugendas), historias multidisciplinarias y con aspiraciones globales (Claudio Gay) e informes técnicos y antropológicos (Ignacio Domeyko). En cada caso hubo esfuerzos descriptivos representativos de una idea de sociedad que alimentó y coincidió con aquel representado por la élite que se hizo cargo del extenso proceso luego de la independencia. A nuestro entender en cuanto lector, esta línea resulta interesante en extremo y reveladora, en parte porque se le ha prestado menos atención en aquellos textos centrados en los aspectos políticos.
“Estos textos no son cerrados y conclusivos sino más bien propositivos. A partir de ellos, cada lector puede proponer otros argumentos centrales sobre esta ya no tan joven república”
Los viajeros mencionados, a quienes se agrega a través de varias referencias a Andrés Bello, contaron con la invitación y apoyo de los gobernantes de Chile, interesados en conocer la consistencia de la soberanía alcanzada (formas y riquezas del territorio, los límites por establecer, la diversidad de poblaciones que la habitaban, etc.). Estos insumos formaban parte del interés de lo que aquí se define como una élite que buscaba establecer un orden en la República, uno de tipo autoritario, entendido como un poder político central que diseñaba y administraba cada uno de los aspectos de la vida social desde Santiago.
La convicción por establecer un orden controlado desde arriba aparece como una segunda línea gruesa abordada en varios capítulos, de manera particular en aquellos titulados “El miedo al futuro” y “El miedo como práctica política en Chile”. De manera frecuente, Rafael Sagredo inicia sus capítulos con una referencia a una situación de la presente relacionada con el tema a desarrollar en las páginas siguientes. Representativas de esto son las primeras palabras de “El miedo…” que transcribimos a continuación: “En medio de la coyuntura que vivimos, en momentos de definiciones institucionales sobre la vida en comunidad, la Historia ofrece la posibilidad de ampliar nuestra mirada más allá de las circunstancias y conocer antecedentes que permitan comprender la forma en que algunos sectores de nuestra sociedad han enfrentado el cambio y el futuro”.
El autor retrotrae el argumento a la década de los años treinta del siglo XIX, tiempo en que fueron contrapuestos el concepto republicano de libertad con el de orden. La libertad sí, pero contenida dentro de ciertos marcos y regulaciones que la hicieran viable, parece haber sido el mensaje fundacional. Y esas regulaciones fueron privilegiando el orden, los privilegios y beneficios de un determinado grupo social por sobre el resto. Al concepto de orden se debe agregar el de estabilidad, siendo esta última la que permite el desarrollo de la sociedad y va generando, a veces con mayor lentitud de lo deseado, derechos y bienes para más sectores de la población. Esta práctica con su correspondiente discurso sostenido en el tiempo y difundido por todos los medios a disposición del Estado y de particulares, fue grabada a fuego a lo largo del siglo XIX y mantiene buena parte de su fuerza hasta el día de hoy para sectores amplios del país.
La ya referida élite ha considerado los intentos de cambio a lo largo de la historia chilena como una amenaza de anarquía y caos y los ha combatido con una reiterativa pedagogía del miedo dirigida a las personas que verían desaparecer sus beneficios y logros debido a la mala y ‘politizada’ administración de los recursos públicos. El desarrollo de este argumento se encuentra en el capítulo “El miedo como práctica política en Chile”, y es cosa conocida que reaparece en cada ocasión en que sus promotores consideran necesario ponerla en la palestra.
“La historia pública tendría la intención de devolver a los lectores aquellos derechos que les pertenecieron durante largo tiempo”.
La salud y la educación son temas que ameritan un capítulo cada uno, no obstante, la presentación de Rafael Sagredo ofrece ciertas coincidencias entre ambos. Los distintos aspectos del tema de la salud, el virus y los esfuerzos sanitarios para controlar la pandemia en los días recientes en que se escribió este libro, han creado un cierto espejismo en la sociedad en torno a la idea de que nunca se habían experimentado condiciones similares. Si bien existen argumentos para sostener esta opinión, el capítulo “Nacer para morir o vivir para padecer” presenta un país que ha enfrentado diversas pestes de manera sostenida desde los inicios del siglo XIX, destacando la viruela, conocida simplemente como ‘la peste’ y como una ‘asquerosa enfermedad’. Algo similar se puede encontrar respecto del cólera y varias otras. Pestes, entonces, ha habido siempre y desde hace siglos se han estado combatiendo.
La mirada retrospectiva, en este caso, permite apreciar también que durante el primer siglo de la República una parte muy significativa de las enfermedades provenían directamente de la ausencia o falencia de condiciones sanitarias y culturales. Un punto interesante de la presentación de este tema consiste en que se pregunta por qué se enfermaban las personas, qué llevaba a que la tasa de mortalidad infantil fuese tan alta durante muchas décadas, cuáles eran las condiciones de habitación entre los pobres que propiciaban las enfermedades pulmonares y otras. Para nosotros, actuales habitantes de Chile y, por lo tanto, víctimas del COVID, se nos puede hacer difícil imaginar la posibilidad de afrontar la pandemia sin un sistema de salud que nos respalde. En el siglo XIX no lo había cuando las personas contraían todas las enfermedades que se describen. Lo que fue dándose progresivamente durante el período fue la formación de médicos en la Universidad de Chile, la construcción y modernización de los hospitales, así como el desarrollo de centros de estudio y medición de las patologías. En fin, en el capítulo se muestra en su debido espectro uno de esos problemas que identificamos como sociales y que contienen componentes culturales, segregacionistas y urbanísticos en ciudades que van recibiendo una población más numerosa.
Las páginas dedicadas a la “Educación, un desafío permanente” comparten con aquellas que discuten sobre la salud pública la característica de ser aspectos en los que confluyen múltiples factores sociales, relacionando sus logros con aquello que sucede en otras áreas que terminan siendo muy cercanas. De esta forma, el autor, por ejemplo, establece vínculos entre los términos “educación, desnutrición y retardo cognitivo” (pp. 171-173), sintonizando plenamente con el análisis presentado en el capítulo sobre la salud.
La reflexión de Rafael Sagredo sobre la educación chilena en los poco más de dos siglos republicanos cumple la propuesta y sentido de este libro en cuanto a rastrear en el tiempo un tema o problema que mantiene plena vigencia hasta nuestros días. A este respecto el autor identifica, según nuestra impresión, dos aspectos que han estado presentes desde el inicio del proceso, conviviendo bajo tensión la mayor parte del tiempo. El primero consiste en la convicción de que la educación resulta fundamental para el desarrollo social y que debe constituir uno de los esfuerzos mayores de la sociedad, siendo competencia de cada generación y de los respectivos gobiernos asegurar su crecimiento en cobertura y calidad. El segundo, en una actitud contradictoria con la anterior, le otorga un estatus de compartimento estanco que es descrito de la siguiente manera: “El sistema educacional reproduce los comportamientos que sus miembros traen desde sus hogares, ambientes y espacios de sociabilidad. Sin embargo, se espera de la educación unos resultados imposibles de lograr si es que primero no se producen cambios a nivel social. La noción de un sistema educacional aislado, como una institución con una vida propia, independiente, claramente no ha contribuido a su mejora, desarrollo y comprensión” (p.160). No resulta posible seguir todos los derroteros de esta profunda reflexión en un comentario como este, pero los lectores seguramente seguirán sus propios hilos al enfrentar el tema.
Salud y educación públicas, por último, son dos de los ámbitos más problemáticos en la actualidad. No siempre ha sido así, registrándose durante una parte no menor del siglo XX proyectos educacionales con una amplia proyección nacional, innovadores y con docentes debidamente reconocidos en su quehacer y con las condiciones necesarias para desarrollar sus trabajos. Los empeños y avances logrados a partir de la década de 1930 también fueron considerados insuficientes y erráticos por sus detractores.
‘Historias para la ciudadanía’ e ‘historia pública’ aparecen como dos conceptos que engloban este libro. Lo ciudadano aparece convocado e invitado a través de los distintos capítulos que entregan elementos sobre el devenir histórico y promueven una reflexión en el presente. Estos textos no son cerrados y conclusivos sino más bien propositivos. A partir de ellos, cada lector puede proponer otros argumentos centrales sobre esta ya no tan joven república, tales como el agudo proceso de centralización, la laicización acelerada de una sociedad cuyos habitantes se declaraban religiosos hasta mediados del siglo XX o la irrupción de lo que en el texto se denominan ‘minorías sexuales’
La idea de la ‘historia pública’ resulta ser un concepto que está en desarrollo en la historiografía actual y que requiere, como en tantos otros casos, establecer un diálogo con la historiografía anterior. La escritura de la historia se caracterizó hasta bastante entrado el siglo XX por tener un carácter público, esto es, que se escribía para todos aquellos que se animaran a realizar la lectura correspondiente. No había en esos textos nada que excluyera al lector interesado o que le exigiese estar dentro de una determinada disciplina que lo habilitara para la tarea. Un ejemplo a este respecto son los escritos de Claudio Gay que Rafael Sagredo valora en varios capítulos. Éstos no solo estuvieron a disposición de los interesados, sino que además tuvieron la categoría de públicos por cuanto contuvieron una información que contribuyó a la descripción y la formación de una idea de la historia de Chile. Miradas las cosas desde hoy se ha hecho costumbre señalar, casi como una limitación, que Gay se incorporó a la élite chilena y que su proyecto contó con el apoyo decidido de quienes gobernaban la República. Nadie puede discutir el punto, pero de lo anterior no se deduce que él escribiera solo para ese grupo social.
El reclamo actual por una historia pública tiene mucho de respuesta frente a un comportamiento interno de las denominadas humanidades en las décadas recientes, caracterizado por el volcamiento progresivo hacia el interior de las universidades, acompañado de una especialización que ha sido considerada excesiva. En este contexto los escritos generados en estas condiciones resultan muchas veces de difícil lectura incluso para los colegas de quienes los han escrito. Esto está sucediendo también con la producción filosófica y la del estudio y análisis de la literatura. La historia pública tendría la intención de devolver a los lectores aquellos derechos que les pertenecieron durante largo tiempo. De ser así, aparece como una tarea loable y requiere de una decisión por parte de quienes escriben obras dirigidas a un público amplio, aquel al que el autor convoca al iniciar su estimulante libro.
