Chile, el país ordenado y más conservador del Cono Sur, estalla: ¿cómo? ¿por qué? ¿hasta dónde?, son algunas de las preguntas que Juan Elman, periodista argentino especializado en política internacional, analiza en este libro, su primera publicación. “Nada será como antes” es una crónica en la que se intenta entender fundamentalmente cómo se conduce la bronca en un país donde las cosas funcionan. Para la investigación Juan recorrió el norte y sur de Chile y realizó más de 50 entrevistas. A continuación presentamos un extracto del capítulo uno: “Cuando el tiempo se detuvo”.
Capítulo 1: Cuando el tiempo se detuvo
Cambió hasta el nombre de las plazas. Plaza Italia se convirtió en Plaza Dignidad. A primera vista es un modesto círculo de pasto ubicado sobre la Alameda, la principal avenida de la ciudad. Es también el teatro predilecto de manifestaciones en la capital desde hace décadas, además de una frontera social que divide al barrio alto, donde viven las clases acomodadas, del resto de Santiago.
La principal atracción solía ser el monumento al general Manuel Baquedano, que se encontraba en el medio del círculo, pero el gobierno lo retiró a princi- pios de 2021. Los manifestantes se lo habían adueñado.
Los días de movilizaciones, el caballo que acompañaba al general estaba montado por jóvenes que le anexaban banderas mapuche, lo vestían con pañuelos verdes y lo bañaban en pintura. Ahora el monumento está descabezado: solo queda su base.
Dignidad fue el lugar de encuentro de un movimiento que, tanto en la capital como en el resto del país, se caracterizó por no tener centro. Fue puro desborde, una fuga de movilizaciones que deformó todos los ejes. Dignidad fue también una de las principales consignas de la protesta, una suerte de síntesis propositiva de la aspiración de un movimiento sin programa. En Dignidad convivieron, además, las distintas caras de la manifestación. Fue un territorio de fiesta, una plaza rebosante de cuerpos empapados en sudor que bailaban en loop las mismas canciones de Víctor Jara y Los Prisioneros. La condición de posibilidad de la fiesta, sin embargo, era un enfrentamiento permanente en las calles aledañas entre Carabineros y la llamada Primera Línea, que impedía que los pacos reprimieran a la masa. No siempre lo consiguieron: en la estación del metro frente a la plaza funcionó, según varios testimonios, un centro improvisado de tortura.
“Santiago, que al menos en las zonas turísticas se destacaba por su prolijidad y limpieza, la digna capital de un país donde las cosas funcionan, ahora tenía toda la basura revuelta por las calles del centro, apiladas en árboles”
Pasado el fervor de los primeros meses, seguidos por una pandemia que congeló la manifestación, Plaza Dignidad se convirtió en una zona de veneración y un refugio. Se rindió homenaje a los caídos y culto a nuevos santos, como el Perro Matapacos, un ícono de resistencia. Un lugar para dormir o descansar, pasar un rato con gente o simplemente ejercitar la melancolía. Una fórmula de retorno. Como una postal viva del estallido.
Llegué a Chile el 18 de noviembre de 2021, cuando faltaban unos días para las elecciones. Dejé mis cosas en la habitación que había alquilado, en el departamento de Paula, una artista joven con la que teníamos amigos en común, y salí disparado hacia el centro. Era el último día de campaña oficial y tenía una entrevista con un candidato.
Luego caminé hacia La Moneda, el palacio de gobierno. Buscaba alguna actividad electoral, algún registro de la campaña –no había visto ninguna pintada o pancarta aludiendo a la votación–. Me encontré, en cambio, con una protesta. Sobre La Alameda, se empezaba a juntar un grupo de aproximadamente cincuenta personas, vestidas de negro, con capuchas y máscaras para resistir a las lacrimógenas. Las hay de dos tipos: las improvisadas, con pañuelos y antiparras, o las que ya vienen armadas, las máscaras de gases, que dan al manifestante un aspecto de extraterrestre.
Era una protesta por los presos de la revuelta, los detenidos en el marco del estallido social que comenzó el 18 de octubre de 2019 y terminó, bueno, depende de a quién le preguntes. La información me la dio un chico que tenía un carnet de prensa colgando en el cuello. Promediaba los veinte años. Le pregunté si era periodista y dónde trabajaba. «Soy periodista, pero de prensa independiente», respondió, y siguió caminando. La avenida se había despejado súbitamente. En la mano de enfrente, que también estaba liberada, se empezaban a agrupar los zorrillos y guanacos, como se conoce a los vehículos de Carabineros que lanzan gases y agua contaminada con químicos. Un carril de autobuses los dividía. Desde el fondo, una sirena comenzaba a retumbar.
Los insultos volaban junto a botellas y piedras.
«Paco conchetumadreeeeeee», gritaban los manifestantes. Los más jóvenes avanzaban a paso firme, dando pequeños saltos y agitando los brazos como pájaros. Desde una calle que desembocaba en la avenida, un contingente de transeúntes miraba la secuencia de manera despreocupada. Uno se había puesto a filmar.
«Ahora se van a pelear. Pasa siempre», me dijo. Otros llegaban desde la avenida, decididos a evacuar la zona. Pero nadie corría ni parecía alterado. Era como si ya todos conocieran qué camino alternativo tomar para evitar los disturbios. Como si fuese parte de la rutina.
Vacilé. Por un lado, quería quedarme y ver el desenlace, pero a medida que el clima se ponía más espeso, la idea me parecía cada vez menos deseable. No tenía protección para los gases, desconocía los códigos de la protesta, tenía miedo. Así que retrocedí. Luego de dar una larga vuelta en U, cruzando por un sector de la avenida que no estaba todavía ocupado, llegué a una de las calles peatonales del centro: el paseo Bulnes. Eran las seis de la tarde y la zona rebosaba de gente. Algunos recién salían de trabajar, otros simplemente paseaban. Los puestitos de comida y artículos improvisados ofrecían productos a los gritos. El Falabella, el H&M, al igual que otros comercios de la zona, ya habían cerrado. Muchos de ellos tenían, además de la clásica cortina de metal, unos refuerzos en forma de vallas, que, aprendí después, protegían a los locales de los saqueos.
A ninguno de los peatones parecía importarle que a unos metros, en el límite del pasaje, Carabineros ya había iniciado la represión. Sobre la avenida, los manifestantes huían de los camiones. Se escuchaban gritos, las sirenas ahora sonaban más fuerte. Nadie en el pasaje parecía inmutarse. Me acerqué a una de las vendedoras ambulantes que ofrecían comida. «Ahorita volvieron esas vainas», me dijo, dando a entender que no había habido escenas así por un tiempo. Le pregunté por cuánto: tres, cuatro días.
Eso fue un jueves. Al día siguiente, como sucede todos los viernes desde el estallido, hubo una protesta más grande, un ritual que solo se detuvo con la pandemia. No superó las cien personas, pero fue suficiente para paralizar la zona.
“Los insultos volaban junto a botellas y piedras. «Paco conchetumadreeeeeee», gritaban los manifestantes. Los más jóvenes avanzaban a paso firme, dando pequeños saltos y agitando los brazos como pájaros”
Santiago me parecía ya, en esas primeras horas, una ciudad con resaca. Todas sus paredes estaban tatuadas con el estallido: desde consignas de protesta, como «Chile despertó» o «No son 30 pesos, son 30 años»; reivindicaciones mapuches y feministas; demandas concretas, como el fin del sistema de pensiones y la liberación de los presos de la revuelta; hasta insultos a Carabineros, a los que se acusaba de violadores y asesinos. Lo mismo con el gobierno y el Estado. Todo aparecía impugnado en las paredes, que intercalaba tonos y protagonistas según el sector de la ciudad y del país, porque los tatuajes se reproducen por todo Chile.
Pero esto lo descubriría después. Por esas prime- ras horas, me sorprendía hasta el olor. Santiago, que al menos en las zonas turísticas se destacaba por su prolijidad y limpieza, la digna capital de un país donde las cosas funcionan, ahora tenía toda la basura revuelta por las calles del centro, apiladas en árboles. Me lo explicaron: los contenedores fueron sacados de circulación porque los manifestantes los prendían fuego para las barricadas; todavía no habían sido repuestos.
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