Se cumplen 13 años del terremoto y posterior tsunami que destrozó a la región del Bío Bío en 2010. TeceraDosis publica uno de los mejores artículos sobre esa tragedia, “La Ola Maldita” de Juan Andrés Guzmán que relata la odisea vivida las aproximadamente 100 personas que quedaron atrapadas en la isla Orrego ubicada en la desembocadura del río Maule en Constitución. Esta versión de reportaje incluye un capítulo que, por falta de espacio, quedó fuera del texto que difundió revista Paula hace una década. En ese capítulo se narra lo ocurrido en otro islote del Maule, conocido como Cancún, donde uno de los protagonistas fue Cristofer Espinoza, destacado reportero de Radio Cooperativa. Siendo estudiante de periodismo, Espinoza narró para este reportaje la odisea de su familia en esa isla. Actualmente Espinoza trabaja en un libro sobre esos días terroríficos en los que, como dice éste artículo, la muerte se revolcó sobre Constitución.
El bote pesquero Pinita estaba a cinco millas al oeste de Constitución cuando comenzó el terremoto. Su capitán José Ibarra y sus seis tripulantes habían pasado la noche preparando todo para la pesca del bacalao al día siguiente. Se acostaron tarde y se durmieron rápido, mecidos por un mar tranquilo e iluminados por la luna llena.
Entonces, el Pinita, de 50 toneladas, empezó a brincar como si fuera sólo un bote a remos, o mejor, como si una ballena se estuviera rascando el espinazo con la quilla, según describió otro capitán que también pasó el terremoto en el mar. Los tripulantes de la Pinita saltaron de sus camarotes. El agua borbotaba y hacía crujir la nave. Todos estuvieron de acuerdo en que eso tenía que ser un terremoto.
El capitán Ibarra llamó a su mujer por celular. Vivían en el cerro O’Higgins de Constitución y ella estaba sola y lloraba. En el barrio un edificio de tres pisos había colapsado matando a una pareja y a su guagua. Más tarde se sabría que las 16 manzanas del casco histórico de Constitución, construido enteramente de adobe, se había transformado en una trampa mortal para decenas de personas.
Mientras hablaba con su mujer, Ibarra recibió un llamado por radio de la capitanía de Puerto de Constitución. Los marinos querían saber si veía olas yendo hacia la costa.
-Negativo- respondió.
Tras hacerlo brincar, el mar había vuelto a tener la quietud de un estanque. Y eso fue lo que informó.
Los tripulantes del Pinita se quedaron especulando sobre cómo estaría su ciudad. Pero entonces, a los 10 minutos del terremoto, ocurrió algo que nunca habían visto. El mar empezó a succionarlos, a llevarlos aguas adentro con tal fuerza que cortó la cuerda que los ataba al ancla.
Lo que los absorbía era una ola de 15 metros de alto que cerraba el horizonte. La vieron cuando estaba a 200 metros y se acercaba a toda velocidad por el costado de la nave.
– ¡Tsunami, tsunami! ¡Apróate!, ¡apróate! – le gritaron los tripulantes al capitán.
Ibarra intentó ir hacia la ola con la proa hacia adelante, pero ella los chupó velozmente y no pudo maniobrar. La ola tapó la luna y la nave comenzó a escalar de lado esa pared oscura que parecía a punto de desmoronarse sobre ellos.
-Era terrorífica, negra. Era fea la hueá de ola, fea – recuerda el capitán. Ibarra tiene 30 años navegando en todo Chile y esa es la peor ola que ha visto. En el Golfo de Penas le ha tocado cabalgar sobre masas de más de 20 metros. Pero esas son lentas y gordas e incluso con el mar embravecido los barcos las remontan con calma.
Esta ola era distinta.
-Venía arqueada y chispeando. Todo el tiempo parecía que nos iba a reventar encima.
El Pinita la escaló mientras su capitán la miraba por el ventanuco de la cabina y rezaba un avemaría agarrado al timón. Los marinos gritaban. El agua empezó a caer sobre la nave. Todos estaban seguros de que se volcarían.
Tras una eternidad el Pinita llego a la cima y pasó al otro lado, bajando a gran velocidad. Pronto una nueva montaña de agua se les vino encima. Esta vez Ibarra alcanzó a “aproar” la nave y la pasaron con menos terror. Esta segunda ola tenía cerca de 8 metros.
Luego, el mar volvió a quedarse tan inmóvil como antes.
En esa quietud fantasmagórica, reponiéndose del susto de sus vidas, tomaron conciencia de que ahora esas montañas iban hacia su ciudad.
Durante los siguientes minutos sólo se oyeron los gritos del capitán que trataba de comunicarse con los marinos de Constitución.
Nadie le contestó.
El capitán siguió intentándolo hasta que todos entendieron que las olas ya habían llegado a la ciudad. Que ya no había nada que hacer.
SIN PERMISO
Igual que hicieron miles de chilenos, apenas se detuvo el terremoto Nora Jara llamó a su hijo Jonathan Romero para saber cómo estaba. El joven de 18 años le contestó que no se preocupara, que él y sus tres amigos – Gabriel Jaque, René Godoy y Fabián León – se encontraban bien. No le dijo que estaba en una isla, en la desembocadura del río Maule. Tampoco le dijo que en ese momento el agua empezaba a subir, que la gente a su alrededor pedía ayuda y que nadie venía a rescatarlos. Le ocultó todo eso para no preocuparla pero también porque sus amigos no habían dicho a sus padres que irían a la playa. Oficialmente estaban acampando cerca de casa, en San Javier y aún tenían la esperanza de que nadie supiera la verdad.
Después de la llamada, el agua siguió subiendo con velocidad, aunque sin demasiada fuerza. Las familias con niños se aferraban a los eucaliptus para evitar que la corriente los llevara. La crecida les llegó arriba de la cintura y luego empezó a bajar. Jonathan recuerda que un hombre gritaba que se le había soltado su hija de dos años.
-Decía que la niña lo mordió porque el agua estaba helada y ahí se le cayó- relata el joven.
La ola tapó la luna y la nave comenzó a escalar de lado esa pared oscura que parecía a punto de desmoronarse sobre ellos. “Era terrorífica, negra. Era fea la hueá de ola, fea”, recuerda el capitán Ibarra.
Los cuatro amigos estaban en la isla Orrego por pura mala suerte. Ellos querían pasar ese último fin de semana de verano en Iloca, una playa que estaba de moda. Pero llegaron tarde a Constitución y no alcanzaron a tomar el bus. Buscando dónde dormir, terminaron en la rivera del río Maule y vieron esa isla boscosa, de 600 metros de largo y 200 de ancho, salpicada de carpas y fogatas. Parecía el lugar ideal. Cruzaron en el bote de Emilio Gutiérrez, a quienes todos en la zona conocían como “el gringo”. El hombre iba con su nieto de 4 años, Emilito, que entregaba los salvavidas a los pasajeros para esa breve travesía de 150 metros.
Eran las 9:30 de la noche del viernes. Los cuatro amigos fueron los últimos en llegar a la isla. Seis horas después el botero y su nieto habían muerto. Al momento de publicar este reportaje sólo el cuerpo del abuelo había sido encontrado varios kilómetros por el río hacia la cordillera.

EL CANTO DE LOS NIÑOS
Nadie sabe aún cuanta gente había esa noche en la isla Orrego. Los sobrevivientes entrevistados estiman entre 50 y 100 personas, de las cuales al menos doce eran niños. Jonathan y sus amigos, por ejemplo, recuerdan ocho chicos que jugaban en la playa cuando ellos llegaron. Y durante esa noche terrible vieron a otros cuatro más. De ellos no se sabe nada.
Tras el terremoto y antes que el mar empezara a subir, los atrapados en la isla Orrego se juntaron en torno a un kiosco que tenía generador eléctrico.
-Para que sus hijos no se asustaran una madre los hizo cantar, “Está linda la mar, muy linda” recuerda Hugo Barrea, un sobreviviente.
Los adultos empezaron a pedir ayuda a gritos. La ciudad estaba a oscuras y ellos en medio del río eran el único punto de luz. Era imposible que no los vieran. ¿Por qué nadie los socorría?
Lo cierto es que no solo eran vistos por cientos de personas sino que sus llamados se sentían incluso en los cerros, donde se había refugiado casi toda Constitución. Durante esa noche terrible muchos habitantes de esa ciudad observaron la isla iluminada y luego la llegada de las olas y finalmente no oyeron nada. La agonía y muerte en medio del río es un recuerdo compartido que esa comunidad difícilmente va a olvidar.
Hasta donde se sabe, sólo el pescador Mario Quiroz Leal se lanzó a río desde la isla Orrego. Estaba de vacaciones con su pareja Mariela –embarazada de 4 meses- y sus dos hijos de 4 y 9 años. Sabía que tenían que escapar.
-Le dije a mi mujer: “agarra a los cabros chicos, no los soltís, yo voy a buscar un bote y vuelvo”- recuerda.
Apenas llegó a la orilla corrió a la Capitanía de Puerto a pedir ayuda. Dice que los marinos no le hicieron caso, que le dijeron que no había posibilidad de un tsunami. Quiroz los mandó a la cresta y volvió a la costa a buscar botes. Entonces empezó a subir el agua y él retrocedió por la calles esperando que la marea descendiera. Cuando lo hizo y pudo volver a la orilla, ya no había botes.
El agua volvió a subir. Esta vez la corriente fue más fuerte y Quiroz tuvo que correr hacia los cerros para no ser arrastrado.
-Todavía oigo los gritos. Ahí estaba mi familia. Todos murieron. Nadie nos avisó, nadie nos ayudó- dice Quiroz.
Testigos aseguran que los marinos evacuaron la Capitanía durante esa segunda subida. Dicen que iban en su camioneta, con el agua llegándoles hasta la ventanilla y que la misma corriente los empujaba por la ciudad.
En la isla las familias flotaban con sus hijos y se aferraban a lo que fuera. Algunos se habían encaramado en los árboles, pero a los que tenían niños les fue imposible hacer eso.
Los adultos empezaron a pedir ayuda a gritos. La ciudad estaba a oscuras y la isla en medio del río eran el único punto de luz. Era imposible que no los vieran. ¿Por qué nadie los socorría?
El agua duró unos minutos arriba y bajó por segunda vez. En Orrego todos estaban mojados y entumidos.
Jonathan y dos amigos treparon a los árboles. Abajo quedó el cuarto amigo, Gabriel Jaque, que no logró subir. Jonathan decidió que tenía que decirle la verdad a su madre. Nora no lo podía creer. Su hijo, que minutos antes estaba sano y salvo, ahora figuraba atrapado en una isla inundada.
Ella estaba en San Javier, a casi 90 kilómetros. Ni siquiera se atrevió a retarlo. Muerta de miedo se contactó con los padres de los otros tres jóvenes y también llamó a un familiar en Constitución para lograr que Carabineros fuera a la isla.
Para entonces ya habían pasado media hora del sismo. En todo Chile los servicios de emergencia intentaban restablecer las comunicaciones. El fantasma del maremoto rondaba la mente de muchos. A las 4:07 la Armada, a través del Servicio Hidrográfico y Oceanográfico (SHOA) trajo calma. Por fax informó que, aunque el terremoto podía producir un tsunami, este no había ocurrido aún. Ellos avisarían oportunamente si esto pasaba.
Minutos más tarde, a las 4:20 el contralmirante Roberto Macchiavello le aseguró al intendente de Concepción Jaime Tohá, que el Tsunami estaba descartado. Tohá repitió ese anuncio a través de la radio Bío Bío, que era la única emisora que tenía señal en la zona. El intendente de la región más afectada por el maremoto dijo que las personas podían volver a sus hogares. Es probable que poco antes de esa declaración la gran ola haya entrado en Constitución.
LA OLA
Hugo Barrera la vio venir, encaramado en un eucaliptus a unos siete metros de altura. Dice que era una masa café, furiosa, veloz, que arrastraba todo a su paso. Una masa que se extendía por todo el horizonte, que avanzaba en silencio y que cuando tocó la isla empezó a hacer un ruido ensordecedor, un “pac, pac, pac” siniestro e imparable que era provocado por los árboles partidos como fósforos o arrancados de raíz.
La ola azotó el árbol en el que estaba Barrera, lo zarandeó un rato, como si el destino aún no decidiera qué hacer con él y finalmente lo lanzó al agua. El hombre cayó a ese furioso torrente sabiendo que moriría.
Barrera estaba en Orrego por trabajo. Era el encargado de instalar y operar los fuegos artificiales con los que la municipalidad planeaba cerrar el verano 2010. En la tarde, mientras montaba el equipo, vio a muchos niños que correteaban por la isla y se bañaban en el Maule. Quedó tan impresionado por la belleza del lugar que hizo varias fotos. Hoy esas imágenes captadas pocas horas antes de la destrucción, producen escalofrío. Se ven los cerros que encajonan el Maule cubiertos de pinos; cientos de pelicanos y aves descansan junto a la isla; el río y el mar se funden con tanta calma que solo se puede tener sentimientos de armonía. ¿Cómo es posible que toda esa belleza guardara algo tan feroz, tan demencial?
Esa noche Barrera la pasó con una familia de Talca. Ellos eran una docena de personas y ocupaban 5 carpas. Veraneaban y trabajaban. En la mañana los hombres salían a estacionar autos a Constitución y las mujeres vendían dulces. El grupo andaba con cuatro niños. “Una chica de unos 12 años, crespa; una guagua de siete meses y dos niños de 5 y 7 años aproximadamente” recuerda Barrera. Cree que todos murieron.
-Esperaron la ola abrazados a los árboles y la ola se los llevó-, dice Barrera.
La ola azotó el árbol en el que estaba Barrera, lo zarandeó un rato, como si el destino aún no decidiera qué hacer con él y finalmente lo lanzó al agua. El hombre cayó al torrente sabiendo que moriría.
A Mariela Rojas y su hijo Timmy, de cuatro años, también se los llevó el torrente varios kilómetros río arriba. La mujer no sabe cómo lograron salvarse. Cuando tocaron tierra Timmy estaba desmayado de frío y no reaccionó durante un buen rato.
-En nuestro grupo éramos nueve. Quedamos tres vivos. Hay dos muertos que no encontramos- dice la mujer mirando a su hijo corretear alrededor de su abuela. Al volver a oír el relato de lo cerca que estuvo de perder a su hija y a su nieto, el miedo traspasa la cara de la abuela y hace que el niño le repita algo que ella le ha enseñado y que le trae algo de consuelo:
-Diga quién lo salvó, mijito. Dígalo.
-Jesús, abuela- contesta Timmy.
La ola no pudo con los árboles donde estaban Jonathan y sus dos amigos. Pero a Gabriel Jaque, que esperaba abajo, se lo tragó. Los jóvenes lo oyeron llamando a Jonathan por su apellido: “Romerooooo”. Y luego no oyeron otra cosa que el rugido de la montaña de agua que arrastraba casas enteras, árboles y cuerpos. Ellos gritaban “Gabrieeeeel”, y siguieron llamándolo y sollozando mientras el agua destruía la ciudad. Nadie les respondió. Y cuando la ola pasó, debajo de ellos ya no se oyó otro ruido humano salvo el eco de sus propios lamentos y los de otras cuatro personas también aferradas a las copas de los árboles. Después de esa ola, en la isla no se sintieron más cantos de niños ni gritos de padres. Hasta el amanecer, cuando los siete sobrevivientes se animaron a bajar, en esa isla no se oyó nada.
UN BOTE Y UN BOTERO
En el Maule hay un segundo islote que los habitantes de la zona conocen como Cancún. Está a dos kilómetros de Orrego, río arriba. Allí veranea una familia numerosa en la que predominan los apellidos Gómez, González y Calderón. La madrugada del tsunami había 60 personas ahí. Para salvarse el destino sólo les dio un bote, el Abuelita Humilde, bautizado así en honor a una de las mujeres que dio origen a tan extenso y unido clan. También les dio un botero, el pescador Osvaldo González, (46) a quien muchos de ellos hoy deben la vida.
Apenas terminó el terremoto, González empezó a llevar a sus familiares y amigos a tierra firme. En cada ida y venida demoraba 10 minutos. Surcaba el río con la angustia del que sabe que viene algo peor. Pero en la isla estaba su gente, no podía dejarlos. Alcanzó a hacer tres viajes llevando en cada uno a una docena de personas. Producto de la crecida, el Abuelita Humilde se golpeó con rocas y árboles y el último cruce lo hizo con la quilla rota.
Cristofer Espinoza, estudiante de periodismo, cuenta que él determinó quién se iría en el tercer viaje que sin duda era el último. Echó arriba a sus tíos y a cuatro sobrinos y a la que entonces era su polola y empujó el bote hacia el río.
-No cabía nadie más. En la isla quedamos 20 personas- dice.
Entre ellos estaban Mirza, su marido y sus dos hijas, Daniela y Carla. Daniela estaba embarazada y la subieron a un eucaliptus. Como Mirza no pudo encaramarse, el hombre y Carla se quedaron con ella abajo. Mirza dice que nadie peleó por subir al bote, que aunque pensaban que había que salir pronto de ahí, todos estaban en calma.
De las 20 personas que estaban atrapadas sólo ocho resistieron arriba de los árboles hasta que una brigada de bomberos los rescató. Las otras doce fueron arrastradas por el río.
Cristofer Espinoza fue uno de ellos. Recuerda que la ola lo llevó bajo el agua por tres o cuatro minutos durante los cuales hizo intentos desperados por emerger. Al cabo de un rato, sin embargo, entendió que no podría hacerlo y asumió que moriría. Entonces un árbol que se enganchó con el fondo del río se levantó, tomó a Cristofer del brazo y lo sacó a la superficie. El joven vómito agua y barro y aferrado a ese madero se dejó llevar por la corriente. Calcula que estuvo dos horas en el agua. Durante el largo trayecto habló gritos con su tía Mirza y la animó.
Mientras era arrastrada Mirza pensaba en su hija y se decía que ella era fuerte y tenía que haber sobrevivido.
Mirza tiene 51 años y recuerda que la ola arrancó a su familia de la isla. Mientras flotaba aferrada a lo que fuera, pensaba que no podía desesperarse ni rendirse. El río arrastraba palos, restos de casas, árboles partidos y una de las preocupaciones de Mirza era que los escombros la aplastaran. En algún momento sintió las voces de su hija Carla y de Cristofer. El joven le decía que se dejara llevar, que no se resistiera. La ola perdió fuerza y empezó la resaca. Llegaron cerca de Cancún y entonces vino una segunda ola. Por un milagro logró juntarse con Carla y permanecieron flotando agarradas al mismo tronco. Vino una nueva resaca y el río las acercó a un lanchón varado. Se aferraron a una cuerda y Carla subió.
-Mi cuerpo estaba helado y no me respondía. No pude subir. Entonces vino otra ola gigante y me sacó volando.
Mientras era arrastrada pensaba en su hija y se decía que ella era fuerte y tenía que haber sobrevivido. El río finalmente se cansó de jugar con Mirza y la dejó en la orilla después de cuatro horas. A duras penas logró ponerse de pie. El agua empezaba a crecer de nuevo y con lo que le quedaba de fuerza atinó a ir cerro arriba.
No tenía idea de donde había llegado. Parecía estar frente a un enorme basural que nunca antes había visto. Entonces reconoció la isla Cancún. Y se dio cuenta de que el montón de escombros era lo que quedaba de Constitución.
A sus espalda a su hija le grito: “mamita, te salvaste, te salvaste”.
La gran familia que veraneaba en Cancún corrió el riesgo de ser diezmada. Al final de la jornada, de las 60 personas que había en la isla, sólo dos murieron: Juan Francisco Villalobos y su esposa Fanny. Ella no pudo subir a un árbol y su esposo se quedó junto a ella abajo. Lograron sí subir a su nieto, Tomás, de 8 años. A él la ola lo arrastró y quien sabe cómo logró sobrevivir. El cuerpo de Fanny aún no ha sido encontrado.
A estas muertes se suman las de tres boteros héroes que intentaron llegar a la isla. Pedro Muñoz y su ahijado, quienes volcaron en el trayecto. Y Osvaldo Gómez, pescador de 37 años, que inició el rescate poco antes de que la gran ola llegara a Cancún.
-Osvaldo me preguntó ‘mamá, ¿queda gente allá?’ Yo le dije que sí y arranqué para el cerro. No volví a ver a mi Osvaldo-, se lamenta Olga de 65 años.
El botero González fue el último en ver a Osvaldo. Recuerda que al completar su tercer viaje, el Maule se secó y el Abuelita Humilde quedó atrapado en las rocas. “Si no me empantano me habría lanzado al río de nuevo siguiendo a mi sobrino Osvaldo. Pero vi la ola y empecé a correr”, dice.
Mientras iba cerro arriba, González giro la cabeza y por un breve instante vio al joven con su bote en la cresta de la ola.
NO HAY LUGAR PARA DÉBILES
Cerca de las 5:30 del 27 de ese febrero la expresidenta Bachelet dijo a los medios que no había habido ni habría un tsunami en nuestras costas. Bachelet se basó en la información entregada por la Armada, institución que aún a esa hora continuaba afirmando que en el litoral chileno sólo se registraban aumentos de caudal de 10 ó 20 centímetros. Usando esas declaraciones, que se repitieron hasta bien entrada la mañana, el 18 de marzo de 2010 se presentó una querella por la muerte de dos hermanas en la playa de Dichato, ubicada al norte de Concepción. Ambas huyeron a los cerros tras el terremoto y bajaron cuando a través de la radio las autoridades insistieron en que no había peligro. Las mujeres volvieron a Dichato justo cuando entraba la ola.
Hugo Barrera salió del río más o menos cuando la presidenta negaba el maremoto. Notó desesperado que la resaca lo llevaba hacia el mar y nadó con toda sus fuerzas para evitar terminar en el océano. Alcanzó la orilla con su último aliento y temblando de frío y de miedo, caminó por lo que quedaba de la costanera de Constitución buscando una edificación alta, pues estaba convencido de que la tragedia no había terminado. Descubrió una casa de dos pisos donde protegerse. Se metió en ella y subió al segundo piso. Encontró ahí a una señora que con toda calma esperaba lo que el destino le ofreciera. Se llamaba Blanca. Tenía cerca de 70 años y necesitaba muletas para moverse. No intentó huir. Estoicamente resistió el sismo y luego, sintió el mar entrando en su casa y escarbando en el piso de abajo.
Mientras los sobrevivientes de la isla Orrego aún pedían auxilio y los arrastrados por el río emergían como espectros y cruzaban Constitución desnudos y golpeados, una gran cantidad de personas que no había sufrido daño se transformó en una nueva ola, en un “terremoto humano”, como lo llamó el alcalde de Lota, dedicado a robar y destruir lo que quedaba en pie.
Blanca vivía sola y había aceptado morir sola. Otros ancianos, en cambio, vieron como sus familias escapaban y los dejaban botados. El sargento de la armada Cristián Valladares se encontró con uno de ellos, cuando intentaba llegar a la Capitanía de Puerto para ayudar. Eran las 6 de la mañana, ya estaba clareando. Mientras se acercaba a la costa oyó los gritos de la isla Orrego y se preguntó si habría un bote con que ir a buscar a la gente. Entonces vio como el río se recogía y se formaba otra ola gigantesca. Mientras huía vio que esa ola tapaba los árboles por lo que calcula que tendría unos 10 metros. Debe haber sido la tercera o cuarta gran ola que azotó Constitución.
En su retirada el sargento Valladares vio que una mujer mayor pedía ayuda. Al entrar en la casa medio derrumbada, encontró a un anciano en silla de ruedas que los miraba con angustia. Sus familiares estaban en los cerros. La señora que pedía auxilio era su cuidadora. Ella vivía en otro lugar y corrió a ver al anciano y lo encontró solo. Estaba mojado y gemía de miedo. El sargento lo sacó de ahí y lo llevó a la casa de la mujer.
No es difícil imaginar la angustia de ese anciano abandonado. Tampoco es incomprensible el miedo que deben haber sentido sus parientes. El terremoto y el tsunami sometieron a los chilenos a pruebas difíciles y radicales: rescatar a otros o salvarse; acompañar o huir; resistir la marejada o rendirse. Pero esas disyuntivas no acabaron cuando se detuvieron las olas. Por el contrario, cuando la naturaleza nos dejó en paz, varias ciudades y pueblos devastados del Bío Bío ofrecieron a los que habían sufrido menos daños, otra bifurcación ética: ayudar o robar. Y mientras los sobrevivientes de la islas Orrego y Cancún aún pedían auxilio y los arrastrados por el río emergían como espectros y cruzaban Constitución desnudos y golpeados, sin entender qué les había ocurrido, una gran cantidad de personas que no había sufrido daño se transformó en una nueva ola, en un “terremoto humano”, como lo llamó el alcalde de Lota, dedicado a robar y destruir lo que quedaba en pie.
El dueño de un supermercado que prefiere mantener su anonimato cuenta que a él lo saquearon personas con dinero que venían en camionetas 4X4. “Ellos les pagaban a los pelusas para que les cargaran el vehículo y luego, para abrirse paso, aceleraban y se iban gritando ¡Tsunami!, ¡Tsunami! Y tocando la bocina. Así lo hicieron varias veces hasta que se llevaron todo”.
Es probable que esa sea el motivo por el cual mucha gente en Constitución recuerde que hubo decenas de olas esa mañana.
Nora llegó a Constitución a buscar a su hijo a las 10 de la mañana, cuando los saqueos estaban en su apogeo. Venía acompañada de la madre de Gabriel Jaque. Durante la noche Jonathan, llorando, le había dicho a Nora que a Gabriel se lo había llevado la ola y Nora se lo transmitió a la madre. Pero ella no perdía la esperanza.
Fueron a la comisaría en busca de ayuda. Pero Carabineros estaba superado. Le dijeron a Nora que no podían hacer nada. Además les insistían que en la isla no había quedado nadie y que se fuera para el cerro porque podía venir otra ola.
Nora lloraba y rogaba. Tenían que sacar a su hijo de ahí, sobre todo si es que creían que venía otro tsunami.
Ricardo Fuentes oyó los ruegos de Nora y era el único que podía ayudarla. Ricardo es radio aficionado local. Durante la madrugada y con sus equipos captó el mensaje desesperado del capitán Ibarra enviaba a la mariana. Los uniformados, dice Fuentes, se quedaron sin comunicación y evacuaron hacia los cerros. Por ello le tocó a él avisar a bomberos de que dos olas gigantes se acercaban a la costa.
Fuentes oyó a Nora y con sus equipos contactó a la empresa Celulosa Arauco (Celco) dando aviso de posibles sobrevivientes en la isla. A los pocos minutos el helicóptero de Celco cruzó la ciudad rumbo a la isla.
Las madres llegaron a la orilla del Maule justo para ver como el helicóptero se llevaba a los siete sobrevivientes. Eran las 11 de la mañana y el piloto Víctor González los transportó al único lugar donde podía aterrizar: el estadio de la ciudad. Al lado, en el gimnasio, se había montado la morgue.
Las mujeres corrieron al estadio. Y fue en ese lugar que la madre de Gabriel confirmó lo que se había negado a aceptar: que su hijo no estaba.
-Ese fue el momento más terrible- recuerda Jonathan.
Los jóvenes decidieron ver si por casualidad, su amigo había llagado al hospital. La mujer, derrumbada, se quedó en la morgue donde a medio día ya se habían juntado unos 60 cuerpos.
Los jóvenes entraron al hospital sin mucha esperanza. No creían que alguien pudiera sobrevivir a esa ola, pero revisando la lista de ingresados, el nombre de Gabriel les saltó a la cara.
Jonathan entro a la carrera a la zona de los pacientes y recorrió las camillas hasta que lo encontró. Le pegó tres garabatos y lo abrazó. Gabriel solo tenía heridas en los pies. Tuvo fortuna de que la ola lo llevara directo a la orilla.
Cuando los jóvenes y sus madres abandonaron Constitución, la ciudad estaba siendo saqueada sin piedad.
Hoy, varias semanas después de la tragedia, dicen que sus padres todavía los están retando.
El CAPITAN REGRESA
Recién el domingo 28 a medio día el capitán Ibarra pudo traer al Pinita de regreso a Constitución. Mientras navegaba por el Maule no podía creer lo que veía. La destrucción era tan completa y enloquecida que los únicos referentes para describirla eran de películas de guerra. Ibarra había dejado una ciudad alegre, que disfrutaba los últimos momentos del verano. Ahora volvía a un lugar donde la muerte se había revolcado.
-Me va a creer que yo me vine a Constitución el 85 porque el terremoto de ese año nos pilló en San Antonio y mi familia quedó espantada…. – cuenta Ibarra-. Bueno, así es Chile.
A medida que avanzaban por la costa, se le caían las lágrimas mirando la ciudad. Un tripulante gritó que había un cuerpo en el río. Era una mujer. Todos entendieron que el río estaba sembrado de cadáveres.
Ah, Dios mío.
Los hombros del Pinita subieron a la mujer y descubrieron que estaba embarazada. Tiempo después supieron que era la pareja de Mario Quiroz, el pescador que cruzó a nado el Maule intentando conseguir un bote para rescatar a su familia.
Quiroz e Ibarra son vecinos, pero no se habían visto desde antes de la tragedia. Quiroz lo abrazó y agradeció haber encontrado a su esposa.
– ¿Era tu mujer?- le dijo apenado y sorprendido. Pero la verdad es que ya nada lo sorprendía.
Al momento de publicar este reportaje los dos hijos de Mario Quiroz seguían sin ser encontrados.