Ilustración: Leo Camus

El Mercurio y sus editorialistas con pasamontañas

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Esta columna, escrita en 2008 por la fallecida periodista María Angélica de Luigi, reflexiona sobre el poder de El Mercurio durante la década de los 80. Describe a “’reporteros’ acogiendo información de la DINA y CNI para tapar asesinatos” y a editorialistas anónimos mintiendo y manipulando la información, mientras “los economistas de Pinochet” hacían “triquiñuelas” para salvar a un diario que debió haber quebrado en 1982.  Este texto complementa muy bien la recientes revelaciones del libro Pinochet desclasificado de Peter Kornbluh, que muestra al fallecido dueño de El Mercurio, Agustín Edwards, reuniéndose con el presidente norteamericano Richard Nixon horas antes de que éste ordenara a la CIA hacer chillar la economía chilena. María Angélica de Luigi fue una gran periodista política que destacó en la sección de reportajes de ese diario junto con Raquel Correa. En 2004 publicó su mea culpa (ver recuadro), un texto durísimo en el que dinamitó su propia estatua y pidió perdón por no haber investigado las violaciones a los derechos humanos. La columna que presentamos aquí fue escrita cuando se estrenó El documental El diario de Agustín y el magnate del clan Edwards, estaba “vivito y coleando”.


Me había resistido, pero fui a ver El Diario de Agustín. El tema me bloquea, me duele. Pero saqué fuerzas y una tarde calurosa me metí en una sala en penumbras para ver cómo se ve de afuera lo que yo viví adentro.

Realicé mi práctica profesional en El Mercurio con las últimas linotipias, en los años de la toma de la Católica, el asesinato de Pérez Zujovic, los cristianos por el socialismo. Y regresé a la empresa a fines de los 70, plena dictadura, hasta mi renuncia en el 92.

O sea, trabajé con tres directores desclasificados por El Diario de Agustín.

Con el “colorado” Silva Espejo. Los amigos de mi padre, Juan De Luigi, aseguraban que él le puso el mote en furibundas diatribas desde el diario El Siglo, Extra y Ultima Hora. Todo el ímpetu italiano y comunista de mi progenitor lanzado contra el “colorado” por su anticomunismo y simpatías nazis.

Con Arturo Fontaine. Lo vi bajar con sus bártulos, humillados sus modales de caballero, literalmente arrojado por Agustín Edwards por la espléndida y señorial escalera de calle Compañía, ante la mirada incrédula de sus empleados.

Y con Agustín, claro, el dueño, “el patrón”, como alguien dice sin vergüenza en el documental.

Aquella escalera de El Mercurio era como la de “Lo que el Viento se llevó”. Y eso es lo que me pasa, que un ventarrón pasó y se largó con todo.

Los chicos enamorados del periodismo, idealistas, con fe de carboneros en la libre expresión, que llegábamos al diario a fines de los 60, recibíamos instrucciones claras: a El Mercurio no se lo desmiente, los “mercuriales” recurren a todas las fuentes y las confirman, en El Mercurio no se redacta, se escribe bien; ustedes son reporteros y cronistas, no tergiversan, no opinan, no editorializan.

Ja. O mejor, snif.

Una ventolera se llevó las palabras. Se las llevó Agustín corriendo a EE.UU. a pedirle a Nixon que botara el gobierno de Allende, el diario recibiendo millones de dólares para desestabilizarlo, los nuevos “reporteros” acogiendo información de la DINA y CNI para tapar asesinatos, los economistas de Pinochet haciendo triquiñuelas para salvar económicamente a El Mercurio. Y todos, todos nosotros, los “mercuriales” de entonces, señora, somos responsables por no haber ejercido nuestra profesión: por no haber investigado las brutalidades que nos lanzó a la cara el Informe Rettig. Así como los de Copesa de los Picó, los canales y las radios, cuyos dueños no hacían oposición a Pinochet.

Yo hice mi mea culpa y si bien me dio una cierta paz, el horror me persigue como fantasma.

Y, claro, eso es cosa de cada uno. Pero, por la pucha, el tiempo pasa y bajará Dios a preguntarles. Se los digo yo, que no soy católica.

Y que al ver El Diario de Agustín me sobrecogí con los dichos de personas con las que trabajé y respeté. Al señor Alvaro Puga no lo conocí y, al menos, es obscenamente sincero: dice que le faltaron muertos.

¿Pero Arturo Fontaine afirmando que el cierre de Puro Chile, Clarín, El Siglo, le vino bien “porque nos quedamos sin competencia”?.

¿Y María Beatriz Undurraga? Hizo su práctica en El Mercurio en la misma época que yo, linda, ingeniosa, excelente reportera, me consta que traíamos los mismos ideales…

Es que por aquella escalera rodaron los sueños e ilusiones.

Sólo El Mercurio sigue incólume.

Tiene pilares fuertes. Para los periodistas es un imán: se puede seguir pasando piola sin asumir nada, echándole la culpa sólo al “patrón”, pelándolo a sus espaldas y cobrando buenos sueldos. ¿Cuántos han llegado ahora allí, provenientes de la gloriosa oposición a Pinochet?. Y eso que ahora no hay DINA, ni CNI, ni dictadura y Agustín está vivito y coleando.

El Mercurio no caerá nunca porque es un poder fáctico.

Es el poder del dinero, de los acaudalados de este país que son feroces para defender sus intereses (¡ya lo hemos visto!).

Es el poder de la gente “decente”, que es un término muy mercurial para identificar a los con buenos apellidos, los que se encuentran en misa de 12, los emparentados con los que perdieron sus tierras con la reforma agraria, los que vieron sus empresas intervenidas con Allende y las recuperaron con Pinochet, hijos de, casados con, los que veranean en, los que estudiaron en, los que viven en, los que mandan a su proles a los colegios tal.

Es el poder de los cruzados de la llamada “agenda valórica”, confesionales del Opus Dei, Legionarios de Cristos, Schoenstatt y otra ramas católicas, ultra conservadores de sus tradiciones y abolengos, hombres que “ofrecen su trabajo al Señor” cuando invierten, cuando especulan, cuando despiden trabajadores, estrictos en la defensa del matrimonio, la familia y la propiedad privada, que fruncen la nariz con la píldora del día después pero miran para otro lado ante la tortura.

Poder de tiburones que, como esos escualos, arrastra a su paso a cientos miles de pececitos parásitos, serviles apitutados y escaladores.

¿Donde está el núcleo de la fuerza de El Mercurio? En los anónimos escribidores de su Página Editorial, equipo de señores embozados, implacables, que dictan pautas, aplauden, fustigan, mienten, manipulan información para que nada toque su imperio y su doctrina.

Ese el verdadero poder en las sombras mercurial, un grupo de encapuchados que ni siquiera la exhaustiva investigación de los tesistas de la Chile, (a todos los felicito, igual que a los realizadores de El Diario de Agustín, Agüero y Villagrán), lograron descubrir.

Cuando nos criticaban de afuera, nosotros, los chicos brillantes de El Mercurio decíamos: “Ah, pero esos no son periodistas. Esos hacen editoriales”.

Como si fuera poco.

Señores editorialistas con pasamontañas, nos derrotaron.

Nos partieron el alma.


RECUADRO:

EL MEACULPA DE UNA PERIODISTA

Esta columna se publicó en 2004 en The Clinic. El texto de presentación de la nota fue este:

María Angélica de Luigi fue una de las mejores plumas del cuerpo de reportajes de El Mercurio durante los ’80. Brillante e incisiva reportera política, nunca investigó ni escribió sobre Derechos Humanos. Hoy esa omisión le pesa como una culpa. Éste es su testimonio, éstos son sus fantasmas.


Lo siento.

Mi tiempo ha estado dentro del tiempo de los otros, como perra al mediodía en el Paseo Ahumada.

Yo solo me estiré al sol, remoloneando, entre los zapatos que perseguían y los zapatos que arrancaban por Huérfanos, por Pudahuel y La Victoria. Soñaba lo normal: ternuras, erotismos, una casita, un buen colegio para el hijo. Mientras Mónica González, Patricia Verdugo, la Camus, la Monckeberg, la dulce y angustiada Elena Gaete, del Apsi, arriesgaban la vida, yo me daba gustos de perra fina bajo los aleros de El Mercurio.

Gustitos: escribir bien, forzar preguntas inteligentes, poner en aprietos, colar entrelineas sofisticadas.

¿Alguien planteó en alguna pauta en El Mercurio que había que hacer un reportaje a los cuarteles de la Dina?

Yo tampoco.

No puedo culpar a nadie. Nunca se me censuró.

Perra.

Mientras a otras chilenas les rompían la vagina con animales, botellas, electricidad, les daban puñetazos y mataban a sus hijos y padres, yo le leía cuentos a mi hijo, pololeaba, iba a las cabañas de los periodistas en El Tabo, usaba suecos y minifalda, carreteaba, ¿era feliz?

Lo siento.

Yo estuve entre los buenos y entre los malos de la guerra fría de Cheyre (1). Entre los malos: me conmovió Allende, su discurso social, la reivindicación del pobre, el vino tinto y la empanada. Trabajé por él, voté por él, estuve en la Alameda con pancarta para defender su triunfo después del asesinato de Schneider.

Entre los buenos: mandé a la mierda a los compañeros del CUP cuando se convirtieron en camarilla para perseguir periodistas, censurar informaciones y amenazar con matar al momiaje. ¿Te acuerdas, comadre, el cachetón que te mandé por ser tan resentida y odiosa?

Pero tú sí que te acuerdas, Pelao Carmona, donde estés, de esa conversación sofocante en un sillón del viejo Congreso en 1973: “Angélica, lo que se viene es un gorilazo, aquí se viene la CIA con todo, va a ser un baño de sangre”. Y yo: “Ya estai con tu paranoia del imperialismo y la custión, pelao”.

Y después te encontré en un párrafo de crónica, ametrallado en una calle de Santiago.

Guevona.

Pelao, te juro, si ahora tuviera la oportunidad de vivir todo de nuevo, me gustaría figurar entre tus malos.

Lo siento.

¿Qué valor tiene decir “lo siento”, así, al voleo?

Pedir perdón a todos, a nadie. 

Prefiero personificar: te pido perdón a ti, periodista Olivia Mora, que cuando naciste traías una bandera de Allende, que fuiste izquierdista de alma, que te la jugaste y nunca fuiste sectaria, que nunca quisiste matar a nadie sino hacer justicia social.

Perdona por lo que tuviste que sufrir en el Estadio Nacional, en el exilio, con el asesinato de tu primer marido, el Pepe Carrasco (amigo loco que creíste en mí como periodista).

Y, Olivia, perdona por no haber hecho nada para cortar la cadena de horror que se llevó a uno de tus hijos.

Fui una perra. Guevona.

NOTAS Y REFERENCIAS

(1) De Luigi hace aquí una alusión irónica al discurso del entonces comandante en jefe del Ejército, Juan Emilio Cheyre quien, en de 2004, explicó que la violencia desplegada por el Ejercito en contra de miles de chilenos se llevó a cabo con “con la absoluta certeza de que ese proceder era justo y que defendía el bien común general y a la mayoría de los ciudadanos”. De Luigi toma esa distinción entre buenos y malos y escribe que le hubiera gustado estar entre los que el general identificó como malos. En ese discurso titulado Ejército de Chile: el fin de una visión,  Cheyre sostuvo que la violencia fue resultado de la Guerra Fría y de forma de entender la política “desde una perspectiva que consideraba enemigos a los que eran solo adversarios”. Agregó que el Ejército “no pudo sustraerse a la vorágine inapelable de esa visión”.

2 comentarios de “El Mercurio y sus editorialistas con pasamontañas

  1. Oscar Hidalgo Muñoz dice:

    Muy emocionantes las palabras de la periodista. Brotan del corazón como una hemorragia de auténtico arrepentimiento.

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