Entrevista con Gustavo Duncan, investigador colombiano experto en crimen organizado

Las lecciones de Medellín. Estrategias militares, cultura y domesticación de bandas

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A la derecha le gustan las estrategias militares; a la izquierda, las políticas públicas y la cultura. Aquí hablamos de una “tercera vía” que ayudó a bajar los homicidios en Medellín: negociar con las bandas para que hagan su negocio sin violencia. Esta “domesticación” puede ser una estrategia útil para lidiar con la gran amenaza futura: las pandillas locales.


La derecha global tiene su modelo anti-delincuencia favorito, el de Nayb Bukele. La izquierda, en cambio, no cuenta con una bala de plata que proponer en las elecciones; pero de tiempo en tiempo algunos dirigentes destacan el trabajo que hizo en Medellín el alcalde Sergio Fajardo, quien, aunque no es de izquierda, habría usado las armas favoritas de ese sector, la cultura y la inversión en infraestructura pública, para derrotar a los narcos.

Los fans de Bukele y Fajardo suelen comprender mal ambos modelos, pues aman por sobre todas las cosas lo que esas estrategias dicen de sí mismos y de sus opositores. Al promover la mano dura de Bukele, la derecha se ve liderando operativos policiales y haciendo ver a la izquierda como débil, ideologizada y más amiga de los derechos de los delincuentes. En cambio, al destacar el éxito de las políticas sociales y de la cultura, los adherentes de izquierda refuerzan su convicción de que la seguridad se garantiza con derechos y no con represión. Con ello hacen ver a la derecha como ignorante y violenta.

El afán de usar las políticas criminales para llevar agua al molino propio hace que estos modelos se difundan sin tomar en cuenta las condiciones en que se han aplicado y sus limitaciones, con lo que se pierde lo que se podría aprender de ellos.

El modelo de Bukele de encarcelamientos masivos y televisados se promueve sin considerar al menos tres elementos que lo definen y lo limitan.

1) El tipo de enemigo con el que parece tener éxito. El modelo Bukele se ha impuesto sobre dos pandillas dedicadas a la extorsión que operaban en El Salvador, un país pobre del porte de la región del Bío Bío, 20 veces más pequeño que Uruguay. Su modelo no derrotó a narcos, que tienen más dinero para armas y para corrupción que las pandillas, ni ha logrado funcionar en un país más grande y con un ecosistema más variado de grupos criminales, como su vecina Honduras (ver entrevista a José Miguel Cruz).


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2) El problema del mediano-largo plazo. La estrategia de encarcelamientos masivos donde pandilleros y jóvenes inocentes pagan por igual, se ha aplicado muchas veces y la evidencia indica que el éxito inicial suele ser seguido por un fracaso estruendoso. Brasil, el mismo El Salvador o la Venezuela de Nicolás Maduro son ejemplos de estados que en algún momento actuaron con brutalidad sobre la delincuencia, organizando incluso matanzas en vez de encarcelamientos. Esas políticas agravaron el problema, entre otros motivos porque frente a un Estado feroz muchos jóvenes se sienten protegidos por las pandillas. Estos casos están muy bien explicados en las entrevistas con Benjamin Lessing (Brasil), José Miguel Cruz (El Salvador) y Verónica Zubillaga (Venezuela).


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3) Hay una pieza clave que se oculta: la negociación. Hoy hay abundante evidencia de que Bukele negoció con los jefes de las bandas y eso explica por qué las pandillas no desataron una guerra, como habría sido previsible. Esta negociación no puede ser reconocida porque en las campañas políticas el nombre de Bukele es sinónimo de que lo único que se necesita para derrotar al crimen es un liderazgo decidido, capaz incluso de violar derechos humanos. Negar la negociación, sin embargo, es sacar una pieza clave que aparece una y otra vez en países que logran reducir el crimen violento, como Argentina (ver entrevista con Marcelo Sain).


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El modelo de Sergio Fajardo les gusta a los que se oponen a Bukele y a la mano dura porque se lo presenta como un caso en que los narcotraficantes habrían sido arrinconados a punta de inversión en infraestructura pública y no con armas. Ese relato, por supuesto, es una enorme simplificación. Buena parte de esta entrevista con Gustavo Duncan intenta explicar sin caricaturas las complejidades del caso colombiano: los factores que han logrado reducir la violencia, las limitaciones de ese modelo y qué lecciones pueden sacar otros países.

Gustavo Duncan es doctor en Ciencia Política por la Universidad de Northwestern. Es uno de los primeros académicos latinoamericanos en dejar de mirar al crimen organizado como protagonista de las páginas rojas para entenderlo como un actor que necesita acumular poder político para tener éxito. Su tesis doctoral, que se transformó en el libro Más que Plata y Plomo (Debate, 2014) examina los casos de México y Colombia y da claves para entender cómo ese poder se despliega sobre las comunidades y las instituciones y hasta donde se lo puede controlar.



En esta entrevista Duncan problematiza varios lugares comunes sobre el crimen organizado. Tal vez el principal sea este: La idea de que solo un liderazgo decidido, incluso violento, acabará con los problemas de seguridad es tan simplista como sostener que las políticas culturales o de inversión en infraestructura pública terminarán con el crimen organizado. El caso colombiano muestra que la baja del delito requiere de ambos factores, pero también necesita de otro elemento que como se ha dicho, es difícil de aceptar públicamente: cierto nivel de negociación tácita entre el Estado y el crimen organizado; una negociación que logre “domesticar” al crimen, porque hacerlo desaparecer es imposible.


“El centro de gravedad de nuestra política de seguridad no está en terminar con estos grupos. Es que varíen su comportamiento”


DOMESTICAR AL NARCO

Para corregir la idea de que la cultura derrotó a la droga en Medellín, Duncan destaca, una y otra vez, la relevancia que tuvo y sigue teniendo la estrategia militar.

-Lo que pasó en Colombia no hay que entenderlo como la desarticulación de unas “mafias”. Lo que hubo fue una guerra y un triunfo militar. Se tuvo que derrotar a las FARC, a los grupos paramilitares y sacar a los carteles de las ciudades. Es decir, el Estado enfrentó a grupos armados en un conflicto interno. Ahora bien, cuando digo eso, no estoy desmereciendo los cambios que hizo Fajardo, quien transformó Medellín en términos urbanísticos y educativos. Ese esfuerzo civilizatorio no se puede banalizar, porque los jóvenes que ingresan a las pandillas lo hacen por un sentimiento de exclusión. El narcotráfico es una salida ante la exclusión y las inversiones que se hicieron redujeron ese sentimiento. Pero también se necesita fuerza y el desarrollo de habilidades militares de parte del Estado para enfrentar este tipo de organizaciones. Lo coercitivo importa mucho, no sólo para la captura o la eliminación de los miembros de estas organizaciones, sino también para la disuasión.

El caso de Medellín, sin embargo, no se entiende solo con estos dos factores. Porque lo cierto es que hoy en la mayoría de los barrios siguen operando numerosas pandillas (llamados combos) que hacen lucrativos negocios con la droga. Y pese a eso la ciudad redujo fuertemente su violencia en la última década.


“Escobar transformó las bandas en un problema superlativo. Murieron tantos jóvenes que si uno analiza la pirámide demográfica de Medellín, nota una pérdida de población entre los que tenían 15 y 25 años en esa época. Es como si un tiburón le hubiera sacado un pedazo a la pirámide, de un mordisco.”


El elemento que falta mencionar es la negociación tácita entre el Estado y distintos grupos, que ha ocurrido como resultado del realismo político. Hoy el Estado, en sus distintos niveles, acepta implícitamente que no puede acabar con el negocio y, por lo tanto, pone el foco en que las pandillas urbanas y los grupos armados que operan en las zonas más aisladas del país no controlen la vida de la gente y bajen la violencia. Se trata de un modelo que de alguna manera se enfoca en domesticar al crimen organizado.

-Diría que el centro de gravedad de la política que hemos tenido no está en terminar con esos grupos. Es que varíen su comportamiento- dijo Duncan a TerceraDosis.

Duncan aclara que esta domesticación nunca se pensó como un puerto de llegada de la política de seguridad. Fue un aprendizaje más bien implícito, en que los distintos esfuerzos por disolver el crimen confluyeron en el equilibrio actual. “El Estado fue eliminando rivales, muchas veces aliándose con algunos grupos narcos, y poco a poco fue quedando un crimen organizado mucho más domesticado, mucho más civilizado, por decirlo de alguna manera”, explicó el investigador.

Para resumir el derrotero que llevó a este resultado, Duncan destaca lo particular de la historia de la ciudad que fue la capital del imperio de Pablo Escobar.

-Medellín es un caso especial porque tuvo un narco único. No conozco otro que haya decidido hacer una guerra contra el Estado al nivel que lo hizo Pablo Escobar. Él comprometió a los jóvenes en esa guerra y transformó el fenómeno de las bandas en un problema superlativo. Generó toda una cultura de bandidos que controlan un barrio, una mística según la cual es necesario sacrificarse por la banda, matar para hacer respetar el territorio. Murieron tantos jóvenes que si uno analiza la pirámide demográfica de la ciudad, nota una pérdida de población entre los que tenían 15 y 25 años en esa época. Es como si un tiburón le hubiera sacado un pedazo a la pirámide de un mordisco.

-Luego apareció una reacción armada contra Escobar que también fue brutal.

-Sí, los Pepes, que también eran narcos. Y el Estado se alió con ellos contra Escobar. Los Pepes luego crearon las Autodefensa Unidas de Colombia (AUC), un grupo paramilitar que llegó a tener 30 mil hombres y que se enfrentaron con las FARC. En Medellín se desató una guerra entre el Estado y las milicias cuando estas quisieron entrar en la ciudad: eran combates en los barrios con armas largas. Los paramilitares reclutaron a las bandas de Medellín y Don Berna, un jefe paramilitar, logró el control. Don Berna le ofreció un pacto al Estado, un pacto más tácito que explícito: “yo manejo los barrios, controlo los delincuentes, pero los tengo organizados territorialmente”. Este modelo hizo que Don Berna tuviera un gran poder sobre las comunidades y que en muchas zonas se viviera bajo un gobierno criminal.

“Luego Don Berna fue extraditado y lo que tenemos hoy en Medellín es que no hay una cabeza que maneje toda la ciudad, sino que hay varios grupos que controlan cerca del 60 por ciento de los barrios y entre ellos establecen cierto nivel de orden. Por ejemplo, la disputa entre organizaciones tiende a ser muy selectiva; ya no se matan civiles, sino que se matan solo ente los miembros de las organizaciones. Los combos también han comenzado a renunciar a tener funciones de gobierno en los barrios como los que tenían antes. En la época de Don Berna ellos por ejemplo, impedían los robos o castigaban la violencia intrafamiliar. Eso ya no lo hacen, lo que implica que el Estado ha ido recuperando el control del orden público.”


“Las pandillas son el gran cambio en las dinámicas de seguridad de las ciudades latinoamericanas”


¿Por qué las pandillas actúan con más orden hoy? La respuesta es la mencionada negociación con la policía y la autoridad local. La rentabilidad del narcotráfico está en el eje de esos acuerdos. Si la violencia se mantiene baja, se deja operar a las bandas; pero si no cumplen con su parte, se persigue a sus líderes y sobre todo se daña su negocio. Evidentemente estos acuerdos son informales; no pueden hacerse explícitos porque son ilegales y no sería aceptable para los medios de comunicación ni para los votantes. También tienen la debilidad de que constituyen un equilibrio social precario, inestable. Pero están ahí, como puntal del orden, del mismo modo que están en el éxito que tiene hasta ahora El Salvador o en la baja tasa de homicidios de Buenos Aires (ver entrevista con Marcelo Saín). Es importante entender el rol de esas negociaciones tacitas en la reducción de la violencia y Duncan señala que esos acuerdos son un campo de estudio para adelante (Ver recuadro).

-Muchas veces ese acuerdo ni siquiera es explícito, es implícito. Si tú cometes determinado delito, las fuerzas del Estado va a ir contra ti, pero si no lo cometes o si haces cosas menos grave, pues el Estado no va a ir contra ti, sino contra tus competidores. Lo interesante es que los vendedores minoristas dependen mucho de lo que el Estado decide hacer porque éste tiene información de dónde se vende droga. Y si una banda decide matar civiles, pues el Estado puede muy rápidamente cerrarles sus puntos de venta. Eso muestra que el Estado tiene un medio para presionar y en mi opinión debe hacerlo sobre todo cuando ocurren tres cosas: las extorsiones, especialmente aquellas en que la banda cobra para gobernar una zona. Segundo, ante las violaciones a los derechos humanos, sobre todo la violencia homicida y las restricciones de movilidad; y tercero, el reclutamiento de menores. Creo que el Estado debería encontrar formas de reprimir a los grupos que hagan un mayor uso de estas prácticas y puede terminar moldeando los comportamientos de las bandas. Si se hace eso, en el fondo lo que se les está ofreciendo es especializarse en la venta: se les dice “especialícense en ciertos mercados criminales y solo gobiernen esos mercados, pero no gobiernen a la gente”. Eso, de alguna manera, les limita el poder y sobre todo les reduce su crecimiento entre los jóvenes. Si crecen entre los jóvenes, sobre todo si reclutan a menores de edad, en el largo plazo va a ser muy difícil reducir el tamaño de las organizaciones. Es mejor para todos que tengan gente más especializada y menos violenta.


“Aún no comprendemos bien los mecanismos que articulan el tráfico internacional con las pandillas locales. Es importante entenderlo porque cuando eso ocurre cambia mucho la economía política de las bandas: es como inyectarle esteroides a su capacidad de control”.


-El equilibrio que se establece a través de estos acuerdos implícitos parece inestable.

Si. Y no tengo ni siquiera una hipótesis para entender en qué momento esto se puede salir de control. Hay que estudiarlo (ver recuadro). Un ejemplo: en varias ciudades de la costa colombiana había hasta hace poco pandillas sumamente precarias que peleaban con piedras, navajas y palos. Tenían luchas casi de cavernícolas. Pero de repente entraron organizaciones de crimen organizado y trajeron tecnología organizativa y armas de fuego. Las tasas de homicidio comenzaron a crecer a ritmo inusitado y ya hay control de crimen organizado en los barrios de estas ciudades. Al parecer, eso estuvo relacionado con la necesidad que tenía el crimen organizado de controlar el puerto de Cartagena. Aún no comprendemos bien los mecanismos que articulan el tráfico internacional con las pandillas locales. Y es importante entenderlo porque cuando eso ocurre cambia mucho la economía política de las bandas: es como inyectarle esteroides a su capacidad de control.

EL PELIGRO FUTURO: LAS PANDILLAS

Duncan partió estudiando a los grupos narcos que suministraban droga al mercado internacional. Estos narcos se asentaban en las zonas periféricas de Colombia y solían usar menos violencia que las pandillas urbanas que proveían al mercado interno. Es decir, eran más intensivos en el uso del capital que en el uso de la coerción: para proteger sus operaciones preferían corromper al Estado que desplegar tropas.

La excepción fue, de nuevo, Escobar.

-En Medellín, Escobar inyectó a las bandas locales el dinero del tráfico internacional para controlar el negocio en la ciudad y luego para hacer una guerra contra el Estado y así puso a Colombia en una situación límite. Esto puede verse como una lección de la experiencia colombiana: si en una ciudad grande hay un aparato coercitivo que vigila los vecindarios marginales y de repente recibe una inyección de recursos del tráfico mundial de droga, eso se puede salir de control. Eso es un poco lo que pasó con Ecuador en enero de este año. Ahí había pandillas que estaba relativamente controladas, pero cuando las principales ciudades se volvieron punto de salida de droga y entraron los recursos de los carteles internacionales, la situación estalló.

-Las pandillas, entonces,  son como un virus latente que en determinadas condiciones inician su multiplicación y se vuelven un problema peor.

-Sí. Lo normal es que los narcos internacionales traten de evitar articularse con esos grupos porque ¿para qué les pueden servir las pandillas de un barrio pobre? Pero a veces se ven obligados a hacerlo y lo que termina ocurriendo es que estas se empoderan y les disputan el poder. Eso ocurrió en México, con la expansión de los Zetas. Ellos empezaron a reclutar bandas locales porque querían subordinar a los narcotraficantes para que les pagaran y creían que aumentando el poder coercitivo podrían acceder a ese capital. Así aparecieron los Zetitas y eso desató una guerra. Para evitar eso los traficantes internacionales tienden a negociar con el Estado.

-Hablemos de las pandillas. ¿Por qué se trata de un problema distinto al narco internacional?

-Creo que la expansión de las pandillas es el gran cambio en las dinámicas de seguridad de las ciudades latinoamericanas. Eso ya se avizoraba, de alguna manera, con las maras de El Salvador. Las pandillas comienzan a organizarse y extenderse a muchas zonas y se convierten en un problema en ciudades relativamente grandes. Se diferencian del narco internacional porque estos se emplazan en ciudades intermedias o en lugares periféricos. En Colombia, por ejemplo, aunque se dice que el conflicto se acabó, hoy hay cuatro o cinco agrupaciones armadas que trabajan para el mercado internacional y que pueden superar los varios miles de hombres/fusil. Están en zonas remotas y mantienen el control con gente camuflada, armas largas, un mínimo de doctrina y enfrentamientos militares.

“Las pandillas plantean otro tipo de conflicto. Y creo que aquí vale la pena indagar cómo están organizadas militarmente, cómo controlan el territorio. Porque es claro que en términos de capacidad militar las pandillas no son competencia para el Estado, como sí lo son los ejércitos del narco. Sin embargo, son mucho más efectivas en ciertos aspectos militares, por ejemplo, para vigilar y controlar a la población. No es fácil pensar cómo el Estado podría derrotarlas, porque le tocaría entrar a los barrios, un territorio que ellas conocen, sin que el Estado tenga identificados a sus miembros. Eso implicaría combatir en las calles, violando muchos derechos humanos y el Estado no puede hacer eso. Además, el Estado tiene que identificar uno a uno a los pandilleros y judicializarlos; y tiene que hacerlo con suficiente rapidez y volumen, para disuadir a los miembros menores de las pandillas. Militarmente es muy complicado destruir a estos grupos.”

“Me parece que no estamos entendiendo bien a las pandillas porque los analistas y los científicos sociales han olvidado la vieja sociología y no han detectado una característica que tienen: son esencialmente poder coercitivo, no tanto poder económico. Dependen de su capacidad de ejercer un poder coercitivo intensivo en un espacio, porque económicamente dependen de lo que puedan extraer de comunidades que son relativamente pobres. Eventualmente pueden dar un salto económico, cuando venden servicios fuera las zonas que controlan; por ejemplo, cuando les piden proteger a un narcotraficante o proteger algún movimiento de droga. Pero en general no son competencia para élites económicas de las ciudades. Por ejemplo una encuesta sobre la extorsión en Medellín estimó que ella generaba 25 millones de dólares al año. Eso no es nada para un traficante internacional que en un solo embarque hace mucho más. Y para las elites económica y políticas de Antioquia tampoco es relevante. Sin embargo, el poder coercitivo que las pandillas consiguen con esos 25 millones de dólares es enorme. Y obviamente tienen muchos más negocios como el microtráfico.


“Cuando dicen que Colombia perdió la guerra contra las drogas, me río por debajo. Es verdad que producimos más droga que antes, pero ganamos institucionalmente, es decir, el control del narcotráfico sobre los civiles se ha reducido dramáticamente. Para el país fue un éxito”.


-Lo que estás describiendo es un mercado donde no hay integración vertical entre los grandes jugadores internacionales y las bandas territoriales.  Eso es muy relevante porque muchas veces tanto la política como la prensa miran al narcotráfico como un fenómeno unificado.

-Claro. Y diría que esa disociación puede ser vista como el gran triunfo del Estado colombiano. El Estado destruyó organizaciones que eran capaces de integrar verticalmente el negocio y por lo tanto tenían un enorme poder en las ciudades. Hoy el mercado es más abierto, con actores que manejan sólo la parte comercial o solo la parte militar.  Otro ejemplo de esa disociación ha ocurrido entre los ejércitos de los carteles y la política. Antes uno identificaba muy claramente las relaciones que había entre los que tenían el poder coercitivo y los políticos. Hoy lo que encuentras es que existen lo que podríamos llamar “lavadores”, que es gente que ha acumulado poder económico a través del narcotráfico, pero no toca la droga ni tiene relación con las armas y, por otra parte, gente que usa el capital que viene del narcotráfico para crear bancadas políticas. Esas bancadas les permiten nombrar funcionarios que protegen operaciones de lavado a través del contrabando, de la contratación pública, porque los contratos públicos son utilizados para lavar dinero del narcotráfico. Entonces uno ve que quienes tienen el poder coercitivo, no tienen tanta vinculación con el poder político en las elecciones. Los que tienen esa vinculación ahora son estos “lavadores”.

“Dicho esto, hay que precisar que la victoria del Estado es parcial porque hay sitios donde el narcotráfico está más integrado, como en las zonas más periféricas. Y lo cierto es que no se puede hablar de atomización en la fase de producción inicial, en los cultivos que hoy se extienden por más o menos 300 mil hectáreas, ni tampoco en los laboratorio de producción de la cocaína. Eso no está atomizado sino bajo el control de grandes ejércitos. Y tienen que ser grandes para controlar esa parte del negocio porque con un ejército pequeño no eres competitivo. Lo que hizo el Estado fue neutralizar la capacidad coercitiva que tenían esas organizaciones para operar en las ciudades y para conectar la producción final con el mercado mayorista. Eso sí se atomizó y está menos controlado. Ahí hay mucha más libertad económica.”

-¿En qué sentido se pude hablar de un triunfo del Estado colombiano si hoy se trafica más droga? Da la impresión de que en la guerra la droga no era lo importante, sino derrotar a los grupos que desafiaban al Estado.

-Estoy de acuerdo con ese punto y me gustaría destacar qué significa políticamente el triunfo militar del que hablo: significa que el Estado recuperó el control institucional de muchas zonas. Por eso, cuando dicen que Colombia perdió la guerra contra las drogas, me río por debajo, porque es verdad que producimos más droga, pero ganamos institucionalmente, es decir, para el país fue un éxito. Y eso significa un alivio para los colombianos, porque la peor parte de la “guerra contra la droga” no es la cantidad de cocaína que se produce sino lo que implica para los civiles. Esto es una distinción muy importante. El narcotráfico es en esencia un negocio de producción de poder: quien tiene el poder controla el negocio, es decir, ejerce los derechos de propiedad, define los derechos de participación y ofrece protección. Y cuando en ese proceso de construcción de poder, el narcotráfico demanda el gobierno de la sociedad y lucha por el control, los civiles mueren por miles y la destrucción de las instituciones es altísima. Entonces uno puede decir que Colombia perdió la guerra contra la droga en el sentido que produce más cocaína, pero ha ganado la guerra en el sentido en que el control del narcotráfico sobre los civiles se ha reducido dramáticamente en comparación con las épocas en que había un conflicto interno.

-Esa lectura del proceso colombiano parece aceptar que no se puede acabar con este problema y que lo que queda es administrarlo racionalmente porque, además, ir por todas las bandas puede encender de nuevo la pradera. ¿Esa es la idea?

– Claro. No es viable ir por todos. En las ciudades tendrías que capturar a todos los jóvenes que potencialmente pueden ser miembros de los grupos criminales. Y eso puede ser brutal. En la época de Escobar lo hicieron, hubo asesinato indiscriminado de jóvenes. En los 2000, por otra parte, se decidió encarcelar masivamente a la gente que parecía estar colaborando con las FARC. Eso se llamó “los falsos positivos” y resultó costosísimo para el Estado. Hubo muchos inocentes que terminaron demandando al Estado. Entonces digamos que el centro de gravedad de la política de seguridad no es detener y eliminar a todos los miembros de estos grupos y acabarlos. El centro de gravedad es que los grupos varíen en su comportamiento.

“Y aquí me gustaría hacer una precisión: el triunfo militar del que he hablado se está debilitando. A raíz de la desmovilización de la FARC, hubo un proceso en que el Estado mejoró. Pero luego no se hicieron ciertos cambios, en términos militares, sobre todo doctrinarios, en las fuerzas militares de Colombia. Y está creciendo el control de los ejércitos privados, pero también el control de las pandillas. Y esto es grave porque ese crimen organizado, que no está directamente relacionado con la producción y tráfico de droga transnacional, tiene un enorme poder coercitivo en comparación con su poder económico; es el que se encargan de vigilar a la comunidad, de cobrar extorsiones, de controlar el microtráfico, etc».


RECUADRO

Qué investigar en este campo

-A partir de lo que has investigado, ¿qué actores y qué fenómenos crees que es necesario estudiar con más detención?

– Me parece que hay muchas áreas interesantes, pero voy a destacar dos. La primera es el estudio de las negociaciones con los ejércitos que controlan hoy la producción de droga. Estoy hablando de cómo llevar procesos de paz formales con estos grupos, porque me parece evidente que ese problema no se va a acabar por la fuerza. Estos grupos, a diferencia de las insurgencias marxistas que dominaron en América Latina y con las que se hicieron los procesos de paz que conocemos, no buscan derechos políticos, no piden curules ni transformaciones del modelo económico; pero tal vez sí estén interesados en negociar ciertos aspectos políticos, económicos y sociales en sus comunidades. Estas negociaciones implican un gran desafío para el Estado, porque ¿cómo se garantiza una desmovilización y reintegración efectiva? También es esperable que si se acaba un grupo, surja otro, pero tal vez el Estado puede aprovechar el momento de la desmovilización de un ejército para ingresar en ese territorio, copar el espacio y hacer que los que vengan luego ejerzan menos control sobre la población. Creo que ahí hay un campo de estudio muy importante.

“También creo que hay que seguir la investigación sobre la relación entre el narcotráfico y la gran política, como la que han hecho Andreas Felman y Juan Pablo. Lo que hay entender ahí es cómo se llevan adelante los acuerdos entre narcos y políticos sobre la protección de los dineros del narcotráfico internacional y su distribución en la economía y en la misma política. Lo que ha hecho Sandra Ley es un buen inicio, pero falta más. Un libro que recomendaría mucho para quienes trabajan en estos temas, como fuente empírica, es la autobiografía de Carlos Lehder. Dice mucho sobre como son las relaciones del narcotráfico con los poderes establecidos. Entre otras cosas muestra claramente cómo el cartel de Medellín pasó de ser un poder económico a ser un poder militar cuando Escobar se lo tomó a través de las bandas. Pero también muestra cómo Escobar logró crear alianzas con la élite política nacional. De hecho aparecen el expresidente Alfonso López Michelsen, que mantuvo vínculos con Escobar incluso luego de que éste le declarara la guerra a Colombia a fines de los 80s.


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