El cientista político Juan Pablo Luna es uno de los intelectuales más influyentes hoy. Parte de la fuerza de su voz radica en haber descrito la profunda crisis institucional chilena, cuando todavía el mainstream político, económico y comunicacional miraba a nuestro país como un modelo al que sólo había que hacerle algunos ajustes.
Su libro La Chusma Inconsciente reúne los textos que Luna ha publicado desde 2016 y que permitieron a sus muchos lectores ver venir el estallido del 18 de octubre. No es que Luna prediga en ellos la última gota que rebasó el vaso (por ejemplo, esa risita socarrona con que el economista Juan Andrés Fontaine invitó a los santiaguinos a levantarse más temprano para evitar el alza del metro). Tampoco anunció la violencia callejera y policíaca; ni la transformación del presidente Piñera en un ser irrelevante. Pero los factores y los actores institucionales de ese radical cambio que nos tiene hoy reescribiendo la Constitución estaban tan claramente identificados en sus análisis previos, que el estallido pareció el segundo capítulo, bastante lógico, de un guión que ya estaba escrito en alguna parte y del que Luna hacía un spoiler.
TerceraDosis presenta aquí un adelanto del capítulo final del libro La Chusma Inconsciente.
CODA
El desenlace de la crisis chilena puede pensarse en torno a cuatro «escenarios tipo». Tres de ellos no son necesariamente alternativos, sino que pueden darse en distinta secuencia y combinación. El restante —una vuelta al Chile del 17 de octubre de 2019— es una utopía. Partamos por ese.
Escenario 1: Vuelta al 17 de octubre de 2019
El retorno a la «normalidad» no es posible. Durante décadas, y especialmente en los últimos años, se consolidó un aprendizaje: la protesta y muchas veces la protesta violenta, constituyó la única forma de lograr cambios sustantivos en Chile, ante una elite que no escuchaba razones (solo las ofrecía). El estallido hoy está terminado: su exitosa canalización institucional, la parcial —pero significativa— incorporación electoral de los descontentos y los efectos sociales de la pandemia fueron más efectivos para desmovilizar que la violenta represión policial. Además, el principal catalizador de la rabia está políticamente muerto.
¿Por qué no, entonces, volver al 17 de octubre de 2019? Porque el repertorio de la protesta y la disrupción violenta, y su éxito en producir cambios que el sistema político bloqueó durante años, sigue estando disponible, al menos como amenaza latente. El desafío de la Convención Constituyente y del nuevo orden político resultante de ella es lograr que los conflictos emergentes puedan comenzar a ser procesados, más activamente (no sólo como ultima ratio) por canales institucionales. Y en ese sentido, la legitimidad del nuevo orden constituye un regulador fundamental (necesario, aunque no suficiente en sí mismo) para el anclaje social de nuevas reglas del juego.
“En los últimos años se consolidó un aprendizaje: la protesta y muchas veces la protesta violenta, constituyó la única forma de lograr cambios sustantivos en Chile, ante una elite que no escuchaba razones (solo las ofrecía)”
En suma, quienes hoy se obsesionan con la institucionalidad perdida y reclaman orden, deben entender que el camino al orden pasa por diseñar instituciones más inclusivas, capaces de arbitrar conflictos sociales relevantes por vía institucional. De lograr ese desafío, paulatinamente, las nuevas instituciones podrán arraigarse y proveer estabilidad y predictibilidad, algo tan caro a los mercados. Las reglas que carecen de legitimidad social, tarde o temprano, terminan desbordadas socialmente y siendo eludidas por actores con poder de facto.
Escenario 2: La deriva populista
La llegada del populismo, especialmente de izquierda («antisistema» lo llaman también quienes están asustados) generó pavor durante los últimos años. No obstante, todos quienes dieron susto, se diluyeron rápido. La emergencia vertiginosa de un liderazgo capaz de generar una hegemonía electoral abrumadora no parece muy razonable, en un contexto de fragmentación política como el actual y en una sociedad como la chilena en que existen identidades o anti-identidades fuertes y bien segmentadas (por ejemplo, el anticomunismo, la derecha popular, etc.).
En un contexto de compresión temporal en que dominan el descontento y la desconfianza, y en una coyuntura fiscal compleja, tampoco parece razonable esperar que un liderazgo presidencial débil, emergido de una elección del mal menor, pueda rápidamente consolidarse como líder populista desde La Moneda.
“Al menos a corto plazo, la deriva populista parece poco plausible. Tendremos, como hasta ahora, «mini populistas»: liderazgos personalistas y estridentes. Aunque dañinos, estos personajes tendrán problemas para agregar y sostener adhesiones y lograr salir del mundo mini.”
En definitiva, al menos a corto plazo, la deriva populista parece poco plausible. Tendremos, como hasta ahora, «mini populistas»: liderazgos personalistas, estridentes, que buscan diferenciarse de sus pares polarizando en torno a los debates y controversias del día. Aunque dañinos, estos personajes tendrán problemas para agregar y sostener adhesiones y lograr salir del mundo mini.
A mediano plazo, sin embargo, es posible considerar la emergencia de un liderazgo populista eventualmente potente. Dicho liderazgo podría emerger movilizando el descontento que puede producir un proceso político enredado, crecientemente incapaz de satisfacer las demandas que visibilizó el estallido. Ese escenario también parece más factible en un contexto de profundización de la crisis económica, social y de seguridad.
Por su estructura, es más probable que sea un liderazgo conservador de derecha quien logre representar un descontento anclado en sectores medios que, aunque fueron interpretados por las demandas del estallido, hoy se pueden sentir vulnerables y nostálgicos de las seguridades del pasado. Ese tipo de liderazgo puede crecer, además, movilizando el conservadurismo moral, nucleado en torno a un cada vez más numeroso y políticamente activo sector evangélico (especialmente en sus variantes neo-pentecostales). Al igual que en otros países de la región, la activación política de dicho sector tiene relación con el avance de la agenda de género y la discusión de proyectos asociados a derechos reproductivos y de minorías y disidencias sexuales. La coalición podría completarse con sectores abiertamente pinochetistas que en Chile combinan hoy preferencias por posiciones libertarias en lo económico, con conservadurismo social y políticas de mano dura en términos de seguridad pública.
Escenario 3: Peruanización del sistema político
El sistema político chileno ha avanzado en los últimos años hacia un escenario de mayor fragmentación, personalización y volatilidad de las adhesiones políticas. Ningún liderazgo dura mucho en términos de su popularidad; y bajo el influjo de encuestas, escándalos y polémicas tan cotidianas como evanescentes, vivimos en una fuga hacia delante en búsqueda del próximo liderazgo que ascenderá, para luego ser vapuleado.
Al mismo tiempo, desde hace años se verifica un proceso de desalineamiento a nivel local, en que las candidaturas independientes y los liderazgos personales predominan sobre las identidades y orgánicas partidarias. A nivel local las adhesiones son fuertes, así como las ventajas de los incumbentes, especialmente en contextos sociales en que la política municipal, usualmente gris, abre espacio para la consolidación de lealtades electorales.
Aunque los analistas repiten que la votación en concejales y a nivel municipal refleja la fortaleza y organización territorial de los partidos, los votos que reciben los partidos políticos, son más el agregado de adhesiones locales y personales, que el reflejo de un apoyo articulado y endosable a otras figuras partidarias. En el territorio, el partido existe donde hay un incumbente, y el partido usualmente muere cuando el incumbente deja de serlo. El avance del proceso de descentralización política profundizará este proceso de desalineamiento partidario.
Los mecanismos de coordinación horizontal, entre los políticos electos por cada pacto o partido también se han ido erosionando. Las bancadas parlamentarias, por ejemplo, muestran niveles de indisciplina significativos. Los votos para los proyectos deben negociarse muchas veces en función de lógicas más individuales que colectivas.
En suma, si pensamos el escenario de la «peruanización» no como punto de llegada, sino en términos analíticos, como la lógica subyacente al funcionamiento del sistema político, hace tiempo que Chile se peruanizó. ¿Qué supone este escenario para otras dimensiones de la crisis chilena? Una política con esta estructura eventualmente bloquea y traba un proceso de formulación de políticas públicas técnicamente «limpio».
“El desafío fundamental de la Constituyente radica en evitar la tentación de «pasar máquina» y privilegiar, en cambio, un set de reglas justo. Superar ese desafío también depende de la razonabilidad de quienes, acostumbrados a ganar siempre, hoy están amurrados en un rincón”
La negociación se enreda y eventualmente se bloquea, porque se multiplican los actores con poder de veto que juegan en función de racionalidades fragmentadas y de corto plazo, usualmente dominadas por el cálculo electoral individual. Las coaliciones de gobierno son por tanto difíciles de articular y sostener. A nivel vertical (en la relación nacional-local), también predominan lógicas similares, que vuelven más gris, heterogénea y difícil de articular, la implementación de políticas públicas a nivel local. Más que disrupciones radicales, el país asiste a un bloqueo permanente, especialmente en áreas de política pública que pueden generar costos electorales elevados. Si requiere una ilustración de esto, piense en la comedia de los 10% y en todo su elenco de actrices y actores.
Escenario 4: La Constituyente y un pacto social
¿Cómo salir del escenario 3 (peruanización), sin caer en el escenario 2 (deriva populista)? ¿Qué hacer si no es posible volver al escenario 1 (asumiendo que uno esté nostálgico de ese Chile) evitando la vía autoritaria y la tan vilipendiada «violencia»? El resultado de la elección de convencionales y su amplia base de apoyo en la sociedad abre una posibilidad de construir un pacto social en Chile. En estricto sentido el pacto no es un «nuevo» pacto, sino que es inédito, porque en Chile los anteriores fueron todos impuestos desde arriba (mucho más por la fuerza, que por la razón).
En este sentido, el estallido de octubre de 2019 no es el primero en la historia de Chile. Cada cierto tiempo (tres, cuatro décadas), el «pueblo» chileno se le ha subido a la elite. En general, el conflicto siempre terminó de la misma manera: en una reimposición del orden, por la fuerza y desde arriba. La diferencia fundamental del período que hoy estamos viviendo respecto a los anteriores es la posibilidad frágil y tentativa que brinda el proceso constituyente de negociar civilizadamente, entre los diferentes, nuevas reglas de convivencia.
Más allá de preferencias sobre reglas y derechos específicos, la constituyente tiene la posibilidad de cambiar una constitución rígida, socialmente ilegítima, y diseñada para privilegiar sistemáticamente a unos y debilitar a otros. El desafío fundamental, dados los resultados de la elección y la distribución de escaños radica en evitar la tentación de «pasar máquina» y cobrar revancha, privilegiando un set de reglas justo, que incorpore y de certezas a todos. Superar ese desafío también depende de la razonabilidad de quienes, acostumbrados a ganar siempre, hoy están amurrados en un rincón y se parapetan desafiantes, atentando contra sus propios intereses.
Aunque el proceso constituyente termine siendo exitoso, no alcanzará. El éxito es una condición necesaria pero no suficiente para lograr una salida productiva del conflicto. Esa salida también requiere un pacto social, que logre articular procesos de coordinación social efectivos y significativos entre sectores empresariales, trabajadores, comunidades, y Estado.
El proceso de concertación social es no obstante complejo.
“Los discursos tecnocráticos son funcionalmente equivalentes a los discursos populistas en un sentido fundamental: ambos niegan la necesidad de mediación y negociación política”
La negociación debe producirse entre actores acostumbrados a ganar e imponer condiciones permanentemente y entre actores sociales que hoy carecen de vertebración efectiva. Mientras los primeros tienen miedo y deberán abrirse a una negociación inédita para ellos, los segundos están organizacionalmente quebrados y fragmentados, desconfiados y acostumbrados a sobrevivir en clave mucho más individual que colectiva. Ambos tipos de actores deberán lidiar, además, con una política complicada, con un Estado débil, empobrecido y desparejo y con desafíos estructurales acuciantes (por ejemplo, sustentabilidad, desfase entre los sistemas de formación de capital humano y las necesidades que impone la innovación y la productividad, el creciente atractivo de la informalidad, etc.). Pero, sin ese proceso de concertación y negociación de intereses, por más legítimas y virtuosas que logren ser las nuevas reglas constitucionales, no existe para Chile una salida productiva de la coyuntura actual.
Y, ¿la solucionática?
Sin excepción, al presentar el diagnóstico que he discutido en este texto, las preguntas que recibo dan cuenta de un rasgo que, en mi sensibilidad de extranjero, me parece bien chileno: ¿cuál es la solución? ¿estás de acuerdo con que un régimen parlamentarista (intercambie «parlamentarismo» por cualquier otra institución o política pública empaquetada que se le ocurra) sería mejor para Chile? Este rasgo es tan chileno como la obsesión con los rankings comparativos (casi siempre favorables) que se publican a diario en los periódicos que hoy solo lee y consume con fruición una pequeña minoría.
Como quien va al médico para que le den una pastilla que le saque un dolor, sin importarle qué enfermedad tiene, hay en esta sociedad una obsesión con la solución. En esa obsesión, los conflictos no se procesan, se barren bajo la alfombra, se subliman. Para mis interlocutores habituales, no puede haber problema sin solución, aunque encontrar una solución muchas veces se logre a costo de no entender bien el problema. Tener un problema no necesariamente supone poder encontrarle una solución. Menos aún, una solución rápida y relativamente simple.
En rigor, la obsesión con la solucionática va de la mano de la fascinación con las métricas comparativas (que permiten mostrar a todo el mundo que Chile no es Argentina), con el «Excel» y con el rol predominante de los roles tecnocráticos (muy especialmente el de los economistas) en el debate público. Este predominio, aunque le haya aportado consistencia y calidad a la política pública, es la contracara de la crisis de la política en Chile porque ha contribuido a clausurar por mucho tiempo la posibilidad de establecer negociaciones relevantes respecto a los parámetros y efectos distributivos del modelo.
Estribando en su expertise técnica, los economistas se piensan como ideológicamente neutros y desde allí critican al «populismo de los políticos irresponsables», proyectando así, en los políticos, los componentes ideológicos que niegan en su propio repertorio «técnico».
Paradójicamente, los discursos tecnocráticos son funcionalmente equivalentes a los discursos populistas en un sentido fundamental: ambos niegan la necesidad de mediación y negociación política. Mientras los liderazgos populistas intentan movilizar desde arriba, sin intermediación, a «su pueblo», los discursos tecnocráticos muchas veces buscan y ofrecen soluciones a problemas públicos, buscando obviar los necesarios procesos de representación y negociación de intereses. En el peor de los casos, desde su desconexión, ofrecen soluciones para problemas cuyas complejidades no conocen. Parafraseando al politólogo peruano Alberto Vergara: «los tecnócratas quieren mucho a su país, pero desprecian a su pueblo».
“Tener un problema no necesariamente supone poder encontrarle una solución. Menos aún, una solución rápida y relativamente simple”
¿Qué hacer con tanto cariño al país, especialmente ahora que los roles tecnocráticos han caído en desgracia? Lo que hay que asumir es que la solución a los problemas del país es tan o más política que técnica. Y en este caso, política no significa electoral. Es una solución que solo nacerá de un proceso de negociación que será desprolijo, difícil y frágil. La política pública que requiere un pacto social para Chile debe comenzar a arraigarse, al igual que la nueva política, desde abajo. Y desde ese ámbito, pensando con los pies en el barro, deberá intentar contribuir a articular soluciones en negociación y diálogo permanente con la ciudadanía.
Aunque menos vistosa y llamativa, esa mecánica de diseño y articulación de la política pública conlleva, a mediano y largo plazo, la posibilidad de contribuir a construir en conjunto una mejor sociedad. Este mismo argumento aplica a las ciencias sociales, otro ámbito en que la obsesión con las métricas comparativas y la búsqueda de impacto (usualmente atada a obsesiones disciplinarias que privilegian los métodos y técnicas por sobre la relevancia sustantiva de lo que investigamos), también ha contribuido a su desarraigo a nivel social.
En suma, el pacto social que requerimos puede ser apuntalado e impulsado desde la técnica y la investigación social, pero no tiene diseño preestablecido. Ese diseño, para ser realmente efectivo, depende de la capacidad colectiva de reconstituir la política y lo social. En Chile existe hoy una inédita oportunidad para intentarlo. Es breve y frágil, pero es de todos modos, nuestra oportunidad.
