Los líderes occidentales han presentado la invasión rusa a Ucrania como un capítulo más en la guerra entre democracias versus autocracias. Esta narrativa dificulta la salida pacífica y puede conducirnos “a la gran guerra”, sugieren la autora y el autor.
La invasión de Ucrania por parte de Rusia ha generado una decidida y unitaria condena, como quedó de manifiesto en la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobada por 141 votos afirmativos. Esto se explica fundamentalmente por la arbitrariedad de la acción rusa, la poca credibilidad de las justificaciones brindadas por el Kremlin, la desproporción de la agresión, y la asimetría de poder entre la potencia agresora y el país agredido. Sin embargo, varios actores y observadores han ido más allá de esta caracterización y han sostenido que lo que está en juego en Ucrania es la defensa de la democracia. Por ejemplo. Susan Stokes ha argumentado que el asalto militar ruso es la última manifestación de un período de ataques políticos en contra de la democracia alrededor del mundo. Otros analistas han hablado de una competencia global entre democracias y autocracias que tiene en Ucrania su último campo de batalla. En un reciente webinar en la Agencia Nacional de Estudios Políticos y Estratégicos (ANEPE), un panelista sostuvo la tesis de que estamos ante una nueva Guerra Fría entre democracias y autocracias.
Esta narrativa tiene dudosas bases empíricas y, sobre todo, tiene peligrosas consecuencias prácticas no solo para enfrentar esta guerra en curso, sino también para entender y enfrentar los futuros desafíos del orden internacional.
La visión según la cuál los Estados iliberales representan una amenaza constitutiva para los Estados liberales (democracias), es un supuesto bien enraizado en el pensamiento liberal. Michael Doyle la ha llamado la “presunción de enemistad” y está presente de una u otra forma en la obra de pensadores desde Kant a Rawls, así como en la política externa de demócratas y republicanos desde Woodrow Wilson a George W. Bush. Para sucesivos presidentes de los Estados Unidos, el conflicto entre democracias y autocracias ha funcionado como un dispositivo para reducir la complejidad de un orden internacional compuesto de múltiples polos de poder e intereses, así como un mecanismo para generar unidad y propósito común. Así, Joseph Biden predijo recientemente que “vuestros hijos y nietos escribirán tesis doctorales acerca de quién resultó victorioso, la autocracia o la democracia, porque es eso lo que está en juego”.
“Por desgracia Estados Unidos y la Unión Europea han construido a China como amenaza de seguridad”
Pero la narrativa “democracias vs. autocracias” adolece de varios problemas. Es cierto que hay evidencia anecdótica de que autócratas buscan el apoyo y cooperación de otros líderes autoritarios. Por ejemplo, el presidente bielorruso Lukashenko no hubiese sobrevivido a las manifestaciones tras las últimas elecciones fraudulentas sin el apoyo de Putin. Sin embargo, cuando se examina la evidencia más cuidadosamente se observa que estas alianzas no aspiran a la “promoción de la autocracia” o a la “erosión de las democracias”, sino más bien corresponden a colaboraciones entre líderes afines ante lo que ellos perciben como amenazas para la sobrevivencia de sus regímenes. Además, la narrativa democracias vs. autocracias coloca en un mismo saco lo que en realidad son estados con trayectorias históricas, identidades culturales, y motivaciones políticas radicalmente diferentes. No obstante ser Arabia Saudita, Cuba, y Singapur regímenes autoritarios, es evidente que sus estructuras políticas y relaciones internacionales son completamente diferentes. De hecho, Singapur ha recientemente impuesto sanciones en contra de Rusia. La variación existente entre regímenes autoritarios es tan amplia como aquella que existe entre democracias.
En la misma línea, agrupar las autocracias en un grupo homogéneo impide ver las variaciones relevantes que pueden explicar, por ejemplo, el comportamiento predatorio de algunos Estados. Más relevante que el carácter autoritario de la Rusia de Putin, es el hecho de que esta sea una ex súper potencia que colapsó en 1991 para convertirse en una potencia regional que, más encima, enfrenta serias dificultades para mantener influencia en su vecindario. Así mismo, Rusia es gobernada por un líder cuya política externa se orienta al restablecimiento de glorias pasadas fundadas en una reconstrucción histórica altamente romantizada del pueblo Kiev-Rus. Más allá de si Putin realmentecree en dicho mito original o si solo lo utiliza para movilizar apoyo interno, lo cierto es que categorías como “potencia en decadencia” y “pérdida de estatus” son más útiles para entender las motivaciones de Putin que el carácter autoritario de su régimen. Los propósitos de Putin tienen que ver menos con lo que hagan las democracias afuera de Rusia, y más con lo que sucede con “la Madre Rusia” y su estatus en el orden internacional. Putin ha sido palmariamente claro por décadas de que Ucrania es parte de la zona de influencia rusa y que lo que quiere es un gobierno pro-Kremlin y anti-OTAN.
“Lo que se ha puesto en juego con la invasión rusa es el orden político-legal internacional de la post Segunda Guerra Mundial del cual tanto democracias como autocracias forman parte”
Enmarcar la invasión rusa en términos de guerra entre democracias y autocracias conlleva serios riesgos para conseguir la paz. Primero que nada alimenta la paranoia en Moscú, brinda argumentos a Putin, y genera una suerte de profecía auto cumplida al generar inseguridad entre los Estados no-liberales. Estas dinámicas han sido bien descritas en términos de dilemas de seguridad: las democracias aumentan su inversión en defensa por temor o sospecha de las autocracias, lo que aumenta la inseguridad en las autocracias incentivándolas a aumentar sus propias capacidades militares o a generar el tipo de alianzas de “sobrevivencia de régimen” descritas más arriba. Segundo, y quizás más importante en el presente contexto, esta narrativa coarta la posibilidad de formar coaliciones globales – que crucen los tipos de régimen – para poder contener a Rusia. Estas coaliciones globales deben necesariamente incluir a China. Por desgracia Estados Unidos y la Unión Europea han construido a China como amenaza de seguridad, han apuntado con el dedo a los supuestos planes imperialistas de China hacia Taiwán y han puesto en tela de juicio la “calidad moral” de Beijing para jugar el rol de mediador entre Rusia y Ucrania. Esta conducta moralizadora no puede estar más lejos de una política prudente que apunte a generar coaliciones para frenar el avance ruso y la destrucción de Ucrania.

Ilustración: Leo Camus
NO SON LOS VALORES DEMOCRÁTICOS, ¡ES EL ORDEN LEGAL INTERNACIONAL!
Si esta guerra no es una cruzada por la defensa de la democracia, ¿cómo describirla entonces? Lo que se ha puesto en juego con la invasión rusa es el orden político-legal internacional de la post Segunda Guerra Mundial del cual tanto democracias como autocracias forman parte. En efecto, lo más sobresaliente de la respuesta global a la invasión rusa ha sido precisamente la invocación de la semántica y de los instrumentos del derecho internacional en sus distintas dimensiones.
La condena global – representada entre otras por la Resolución de la Asamblea General, pero también de muchas otras organizaciones internacionales tales como la Unión Europea, la Unión Africana y la Organización de Estados Américas – se ha basado en la grave violación que ha cometido Rusia de los principios de no-intervención, soberanía estatal, e integridad territorial. Los Estados han unívocamente rechazado las pretensiones de validez de Putin, según las cuales su guerra estaría basada en la auto-defensa y la responsabilidad para proteger a las minorías rusas de los actos genocidas del gobierno ucraniano. En cambio, la mayoría de los Estados han deslegitimado a Putin y han caracterizado a la guerra como un “acto de agresión” en contra de Ucrania.
“El mejor escenario de salida es aquel que cumple tres objetivos: frenar la pérdida de vidas por parte de civiles, preservar la soberanía de Ucrania, y evitar una crisis militar y económica”
Además, sorteando la parálisis del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, los Estados han actuado como una Sociedad Internacional y han activado todo el repertorio de acciones legales a su disposición y que no alcanzan el uso de la fuerza. Esto incluye un amplio abanico de sanciones desde medidas selectivas en contra de individuos del régimen de Putin, hasta el congelamiento de las reservas del Banco Central ruso y embargos a las exportaciones rusas de petróleo y gas. A esto habría que sumar las medidas adoptadas por corporaciones privadas (cierre de sucursales, cancelación de contratos, etc.), así como la suspensión por parte de organizaciones regionales tales como el Consejo de Europa. La Corte Internacional de Justicia investiga violaciones de la Carta de las Naciones Unidas, mientras la Corte Penal Internacional hace lo propio respecto a violaciones al derecho internacional humanitario. Más allá de si estas medidas tienen o no la capacidad de disuadir a Putin (probablemente no), ellas hablan de una respuesta contundente, coordinada, multilateral y, lo más importante, estrictamente ajustada al derecho internacional. Además, independiente de cual vaya a ser el desenlace de esta guerra, es claro que el régimen de Putin (y el pueblo ruso por añadidura) no saldrán incólumes ante esta masiva y nunca antes vista activación del derecho internacional.
Creemos que el mejor escenario de salida para esta guerra es aquel que cumple tres objetivos: frenar la pérdida de vidas por parte de civiles, preservar la soberanía de Ucrania (o parte de ella), y evitar una crisis militar y económica de envergadura global. Dicho escenario pasa por un acuerdo de paz entre Rusia y Ucrania, y probablemente la OTAN y China, en que Putin consiga algo que pueda ser presentado ante los rusos como una victoria. Las sanciones en contra de Rusia debieran ser progresivamente levantadas acordes al cumplimiento del acuerdo de paz, y probablemente Rusia debiese seguir sufriendo el ostracismo en foros y organizaciones internacionales. Se trataría de una salida en la que nadie saldría totalmente satisfecho, pero que sin embargo evitaría las peores consecuencias y se mantendría dentro de los márgenes del derecho internacional. En otras palabras, sería una salida en la que prima una ética de la responsabilidad por sobre una ética de la convicción.
En cambio, si la narrativa de “una guerra por los valores democráticos” se impone hegemónica, iremos directo a una gran y larga guerra, a la destrucción de Ucrania, y a una catástrofe de proporciones globales. Ucrania sería sacrificada en pos de los valores de occidente, y daríamos un gran paso atrás hacia un período previo al surgimiento del derecho internacional moderno. Porque una guerra por valores democráticos – u de otra índole – se parece mucho a una guerra religiosa. Finalmente, los líderes políticos occidentales se enfrentan ante una decisión política y ética: ¿queremos batirnos en una cruzada por la democracia o queremos terminar esta guerra, hacer valer el derecho internacional y enfocarnos en los verdaderos desafíos globales que nos afectan a todos en cuanto especie?