Ilustraciones: Leo Camus

Alucinando con el oasis perdido

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El autor observa a un sistema político enredado en debates frívolos mientras la institucionalidad ha perdido sentido para los de abajo. Sugiere que el déficit fundamental de la democracia chilena está en “su incapacidad de incorporar políticamente, como iguales, a los de abajo”.


No escribo sobre la contingencia chilena hace tiempo. No tenía ganas, tampoco tengo obligación. Escribo todavía sin ganas, pero ahora con la esperanza de exorcizar mi pesar escribiendo. Aunque podría haber recurrido a una catarsis más íntima, me animo a socializar mi desasosiego porque intuyo que no es solo un estado personal. No logro calcular, eso sí, el alcance de ese pesar más colectivo que siento también contribuye a abrumarme. Seguro habrá un grupo numeroso que adjudique dicho pesar a mi duelo “octubrista”. No importa. Nunca me consideré octubrista. Voté apruebo en septiembre pasado lleno de dudas y con la nariz tapada. Lo hice con una sensación profunda de oportunidad perdida que venía arrastrando desde hacía mucho tiempo.

Hasta ahora no había escrito sobre la contingencia para evitar quedar entrampado en el cruce de eslóganes vacíos entre quienes atacan al octubrismo y quienes clasifican a todo lo que no les gusta como neoliberal. Son dos caras de una misma moneda. Andan en busca de una identidad firme que mitigue tanta incertidumbre, mientras ambos se niegan a sincerar las complejidades del proceso que vive esta sociedad. Y tanta gravedad impostada desde la liviandad interpretativa aburre.


“Los dueños del oasis han vuelto por sus fueros luego de una breve pero sufrida travesía por el desierto”


Me siento también oprimido por la obsesión con la normalización que parece tan instalada por estos días. Nos dicen que, por suerte, la fiebre “octubrista”, como el COVID, “ya pasó”. Al mismo tiempo, un día sí y otro también, siento que la realidad política y social choca con esa narrativa de normalización. En un Chile normal, por ejemplo, los experimentados ministros del socialismo democrático no hubieran calculado tan mal el voto de la reforma tributaria.

Mientras tanto, con la sensación instalada de haber logrado intervenir y domesticar al nuevo gobierno en un plazo corto en que se lo sometió a un baño de realidad, la oposición no ceja en demandar constantemente que los líderes del gobierno pidan perdón por sus excesos del pasado. Ante un gobierno políticamente muy débil, que en muy poco tiempo ha sincerado sus profundas limitaciones y se ha abierto a posibilidades que parecían inimaginables hace un año, el reclamo más reiterado de la oposición es que persista en profundizar su humillación. Si hay un cálculo estratégico que fundamente ese reclamo, me temo que está mal hecho.

Me abruma, en definitiva, creer estar viendo un choque de trenes en cámara lenta, mientras escucho y leo sobre la excepcionalidad de Chile y su institucionalidad. Me resulta curioso ver como los mismos que hace un par de años retrucaban para exculparse que lo que pasaba en Chile era expresión de tendencias globales (lo que es parcialmente cierto), hoy son quienes se afirman en la excepcionalidad de nuestra institucionalidad para auto-felicitarse por sus incomparables virtudes.

También me mueve a escribir, entonces, la reacción a lo que he escuchado y leído estos meses. Me refiero a reflexiones como las que escuché el día en que se inauguró el nuevo proceso constituyente, en este programa de radio. Se trata de un programa de análisis político que transpira seriedad, y seguramente contribuye a consolidar el sentido común predominante en Santiago oriente. No obstante, en el resto de Chile (que por cierto no lo debe escuchar) bien podría pasar como una sátira humorística. El nivel de complacencia y auto-felicitación por el nuevo proceso recién abierto hace pie en la virtud republicana y en su contraposición con el carnaval de la constituyente anterior.


“Tanto miedo al populismo abrió espacio a los populistas de centro”


Por momentos parecen no darse cuenta de que en esa lectura del momento actual, la relación entre lo virtuoso y lo deleznable está fuertemente anclada en marcadores de clase: las corbatas, la elegancia, lo republicano, los apellidos, los vínculos personales y las trayectorias profesionales compartidas entre algún panelista del programa y algún experto. Es tanto el desasosiego que produjo la crisis de los últimos años que esos marcadores de clase operan a nivel más inconsciente que los “bordes”, pero también como un potente reaseguro.

Así es como los dueños del oasis han vuelto por sus fueros luego de una breve pero sufrida travesía por el desierto. La apuesta es a una solución institucional fuertemente constreñida por un grueso perímetro, que ojalá logre contentar a los bárbaros y dejarlos tranquilos, donde pertenecen (extramuros, en el desierto). Y ojalá, de paso, aprendan la lección y valoren los méritos de la aquiescencia y la delegación del poder.



La secuencia entre períodos dirigidos por elites virtuosas y republicanas, instancias violentas y abruptas de movilización social, y contragolpes conservadores que ponen a los movilizados de vuelta en “su lugar” es un clásico chileno (y también latinoamericano). Representa una tensión sin aparente solución entre períodos (autoritarios, pero también democráticos) en que nada puede cambiarse y breves momentos de desborde institucional en que la esperanza por un modus vivendi diferente se da de frente con el poder de las estructuras y se derrumba presa de sus debilidades y contradicciones internas. Tras cada golpe toca constatar el peso de lo estructural e internalizar la enseñanza: (ningún) otro Chile es posible.

Para que quede claro, el problema de Chile no es la frustración sistemática de quienes han impulsado el desborde institucional, buscando propiciar cambios estructurales drásticos, muchas veces por vías violentas. El problema de Chile radica en la imposibilidad de institucionalizar en el tiempo procesos moderados de cambio y transformación social que logren al mismo tiempo incorporar y vertebrar políticamente a los sectores populares, sin necesariamente destituir completamente a los poderosos de siempre. El derrotero de la Convención Constituyente sinceró esa imposibilidad. No se trataba de encontrar un buen diseño institucional. Se trataba en realidad de lograr incorporar a la institucionalidad republicana a quienes habían aprendido, en su trayectoria vital, que las instituciones, para ellos, nunca funcionaban.


“Si los sectores medios y populares (ahora obligados a votar) estuvieran más políticamente incorporados, el temido líder populista tendría menos espacio para crecer”


El espacio político que debe articularse es “el abajo”. La obsesión con el fantasma del populismo a la que recurre cotidianamente el sistema político tradicional, nuevamente sincera lo que le pena. Si los sectores medios y populares (ahora obligados a votar) estuvieran más políticamente incorporados, el temido líder populista tendría menos espacio para crecer. Ahí está el déficit fundamental de la democracia chilena, en el vacío que genera la incapacidad de incorporar políticamente, como iguales, a los de abajo.

La razonable frustración de ese abajo, su preocupación por el orden perdido, su individualismo, su apoliticismo, su ethos anti-institucional, su propensión al consumo, su orgullo por haber logrado surgir a pesar de las estructuras que le juegan en contra, le penan especialmente a quienes dicen querer representarlo, sin haber intentado habilitarlo como actor político tras más de una década de movilización social desde arriba. En eso no hay ni quiebre generacional, ni nada muy novedoso.

Y por si quedan dudas, el abajo no es el tan añorado centro político. Tanta polarización liviana entre “octubristas”, “violentistas”, “fachos” y “neoliberales”, tanto quiebre generacional, y tanto miedo al populismo abrió espacio a los populistas de centro. Son populistas con discurso anti-populista, radicales de la moderación y la mesura contra la polarización y la falta de amor por Chile (“su” Chile). No obstante, el centro que buscan ocupar está vacío. O más crudamente, a nadie fuera de su círculo social (que es también el de los medios que le dan proporcionalmente mucha más voz que las firmas que han logrado juntar) le importa mucho ese centro. Ese centro, esas formas, en lugar de moderación lo que connotan es privilegio.

Socialmente el abajo está hoy más atomizado, y desconfía de todo lo que se mueve. Políticamente, el abajo sigue tan desarticulado como siempre, aunque en cada elección vote sin coordinación, destituyendo al culpable de turno. Ese abajo vive la soledad de quien sabe que se salva o se hunde solo, a lo más con su familia. No distingue mucho entre las corrientes ideológicas, las instituciones y las actorías de un sistema que sigue percibiendo como sordo e injusto, sin importar quien esté intentando gobernarlo en un momento dado.


“El nuevo proceso constituyente seguramente diseñe una institucionalidad prolija, que tal vez logre corregir los déficits de la actual. Pero esa institucionalidad nace hoy vacía de legitimidad social.”


Cuanto más vociferan los de arriba, cuanto más fugan hacia delante buscando instigar o apagar el escándalo del día, más crece el abismo. La sensación es la de un debate frívolo entre quienes dicen preocuparse de los problemas de la gente mientras payasean en búsqueda de notoriedad, mientras piensan que gobernar es fundamentalmente hacer videos para redes sociales cuando dirigen un estado que se ha vuelto crecientemente incapaz de garantizar pisos básicos de ciudadanía, mientras movilizan identidades que tampoco hacen sentido allá abajo.

Al tiempo que se debaten entre el temor a un nuevo estallido (sea en versión protesta o en versión populista) y la sensación de normalización, los de arriba dejan de advertir que el espacio estatal en que aplica la institucionalidad se ha recortado progresivamente. Piensan, mientras tanto, que lo que hace falta es educación ciudadana. La gallada “tiene” que entender que la democracia importa, que los partidos políticos son irremplazables, que la política es central en determinar su suerte. El problema, me temo, es que la experiencia vital, o más bien, la forma como esa experiencia vital se ha construido socialmente en el abajo durante las últimas décadas contradice esa narrativa.



Lo que funciona en el abajo, aunque más no sea por defecto, no tiene mucho que ver con la política ni con lo institucional. Por eso asistimos al desborde social de una institucionalidad que allá abajo no funciona. Ese desborde social tiene múltiples expresiones, muchas de ellas contradictorias. Desde la protesta violenta, “porque si no, no pasa nada”, a la ilegalidad como vehículo de movilidad social y estado de bienestar subrogante, desde el estoicismo de una resistencia retraída tras varias capas de reja en la soledad del núcleo familiar, a la búsqueda de sentido en nuevas expresiones religiosas o en el creciente sentimiento anti-inmigrante. No es falta de educación ciudadana, es aprendizaje histórico y racionalidad instrumental, en un contexto en que la adhesión normativa a lo legal y lo público también ha perdido fuerza (apostaría que en ese plano, los sucesivos escándalos de corrupción en el arriba hicieron mucho más daño que la ausencia de “condena a la violencia” en el post-estallido).

La única gracia del primer proceso constituyente, luego de la sorpresiva elección de convencionales, radicaba en la posibilidad de dotar de mínimos de legitimidad al sistema político en un plazo corto. Esa promesa, aunque de improbable materialización, estaba dada por la posibilidad de comenzar a vertebrar políticamente al abajo. A esa posibilidad también contribuía el reflejo, de evidente corta duración, que tuvo el arriba en el contexto del estallido (aquello de “tendremos que compartir nuestros privilegios”). Quienes decían representar al abajo en la Convención, perdieron una oportunidad histórica. Aunque sin corbata, fallaron en lo mismo que falla el sistema político al que se oponían con tanta estridencia: comenzar a articular la representación del abajo.

El nuevo proceso constituyente seguramente diseñe una institucionalidad prolija, que tal vez logre corregir los déficits de la actual. Pero esa institucionalidad nace hoy vacía de legitimidad social. Con mucho viento a favor y bastante tiempo, podrá, eventualmente, irse legitimando en función de sus resultados. Ojalá así resulte. No obstante, al igual que las reacciones conservadoras clásicas, nacerá como consecuencia de la desincorporación y el disciplinamiento del abajo. Lo hará además en un contexto nacional, local y global en que la institucionalidad estatal y la democracia liberal enfrentan enormes desafíos. Desde esa perspectiva, me resulta ya imposible plegarme en silencio a una mirada complaciente. Aunque aparentemente avasallante, esa mirada me parece propia de quien sigue en el desierto pero alucina con el oasis perdido. 

9 comentarios de “Alucinando con el oasis perdido

  1. Pingback: Respuesta a Luna, Soto, Walker y Zapata - IES Chile

  2. Luis Antonio Villablanca dice:

    Creo que esta columna es un gran aporte a la comprensión de los fenómenos que actualmente presenciamos en nuestro país. Gracias.

  3. Pingback: ¿Votar para castigar al gobierno? Las conclusiones que dejan las elecciones constitucionales en Chile

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