La columna diferencia entre “golpe” y “dictadura”. Propone que mientras la dictadura de Pinochet tuvo una cierta novedad en nuestra historia, el golpe, entendido como un estallido de violencia acotada, no es un invento del ’73 sino una estrategia recurrente de la democracia chilena del siglo XX para neutralizar a los movimientos sociales. El autor advierte que el golpe salió muy fortalecido del aniversario de los 50 años y está disponible para los inestables años que parecen venir.
Escribo con más dudas que certezas. Y lo hago con ánimo de aportar, no de echar leña al fuego. Escribo porque me parece que en el escenario político -algunos queriéndolo y otros sin quererlo-, están dejando armas cargadas. Armas que, si se dan las circunstancias adecuadas, futuros actores podrán usar en los inestables años que se asoman.
El arma que más me inquieta – no es la única – es la de otorgarle legitimidad a las reacciones violentas del Estado. No me refiero al uso racional de la fuerza para reestablecer el orden, sino a estallidos de violencia extrema que generan una gran cantidad de violaciones de derechos humanos durante un tiempo acotado. Estallidos de violencia estatal que la clase política no considera como un quiebre de la democracia y que algunos incluso validan como acciones para salvarla.
Creo que esta es la nota más amarga del aniversario de los 50 años. No solo los partidos fueron incapaces de acordar un “Nunca Más” respecto de la brutalidades cometidas por la dictadura sino que la idea de que esa reacción tiene aspectos razonables, ha salido fortalecida.
Un hecho reciente que ayuda a validar esta violencia estatal es la credencial de demócrata que le dio el presidente Gabriel Boric a Sebastián Piñera. Creo que fue un grave error.
El gobierno de Piñera fue cuestionado en cuatro informes de organismos de derechos humanos, por la forma de contener el Estallido Social de 2019. Es más, si hay un momento en que se detuvo el lento avance hacia un “Nunca Más” fue en esos meses. La fuerza y rapidez con que los abusos policiales se esparcieron dejó en evidencia lo poco que había calado en las instituciones armadas el respeto a los derechos humanos. Un grupo de investigadores resumió esa involución en forma lapidaria: “el Nunca Más, por el que tanto se luchó, en realidad, nunca fue”.
Es posible que Piñera haya exigido esta credencial de demócrata como condición para poner su firma en el acuerdo “Por la democracia, siempre”, que fue el máximo acto de unidad que consiguió el gobierno en este aniversario. Me temo, sin embargo, que ese acuerdo tendrá menos relevancia para el futuro que el costo que se pagó, pues deja el mensaje de que las violaciones de derechos humanos durante el Estallido Social no manchan las credenciales democráticas; y que la democracia puede convivir con esos niveles de violencia, sin dejar de ser democracia.
Otro episodio que ayuda a legitimar esta violencia es la distinción entre golpe y dictadura que se instaló en el aniversario de los 50 años. El tema surgió cuando Patricio Fernández el ex coordinador de la conmemoración se explicó mal y dejó en el escenario esa distinción [1]. La derecha recogió con entusiasmo su error político[2] y hoy ese sector critica la dictadura, pero valida los balazos, bombardeos y muertos de los primeros días como una reacción de defensa de la democracia frente a la Unidad Popular[3].
La validación de la violencia acotada del Estado no es para nada una novedad, sino que una forma de entender la democracia que está anclada en nuestra historia. Resuena allí la democracia de los 200 mineros asesinados en Santa María de Iquique en 1907, de los 100 campesinos muertos en Ranquil en 1934, de los 11 pobladores muertos en Pampa Irigori durante el gobierno de Frei Montalva y muchas otras matanzas previas al golpe del 1973. Esos episodios suelen citarse como ejemplos de que el Ejército de Chile dispara con frecuencia sobre sus compatriotas. Pero se reflexiona poco sobre qué nos dicen de la democracia en la que ocurren.
Basta fijarse en quienes usualmente mueren (obreros, mineros, pobladores, estudiantes pobres) y las razones por las que mueren (buscar mejores condiciones de vida, un pago justo por su trabajo) para comprender que esos estallidos son esencialmente útiles para la mantención de un orden social desigual. Visto así, el golpe de Pinochet aparece como una continuación, a escala mayor, de estos episodios, pues buscaban lo mismo: dar una lección a las fuerzas sociales que desafían al statu quo. Es por ello que en los días posteriores al “11” varios decés respaldaron el golpe, entre ellos Patricio Aylwin: reconocían en la traición de Pinochet ese “tradicional” reventón acotado de violencia y esperaban en consecuencia, que durara poco[4] (en un conocido el video Jaime Guzmán se reía de que la DC hubiera creído que Pinochet les iba a entregar el poder[5]).
Aquí, me parece, llegamos al corazón del problema: el hecho de que la violencia del Estado siempre caiga sobre los mismos es, en la práctica, el principal factor que impulsa y valida esa violencia. En una sociedad igualitaria todos haríamos esfuerzos por limitar esa violencia estatal porque, en teoría, todos podríamos ser sus víctimas. Pero eso cambia cuando algunos se sienten a salvo de ella. Esos actores tienen incentivos para ser sus promotores entusiastas, pues así sacan ventaja sobre los grupos con los que compiten o a los que temen.
En Chile, ya sea por lobby, por redes sociales o por su defensa a que militares y policías sean los únicos chilenos con pensiones y salud estatal, la elite chilena ha tenido un importante control sobre quienes despliegan la violencia del Estado.
Creo que una lección importante aquí es que el principal motor que valida estos estallidos de violencia estatal es el hecho de que la elite chilena nunca haya sido víctima sistemática de ella, sino que como dice el historiador Javier Rodríguez Weber en su libro sobre la desigualdad[6], la ha usado para ampliar sus privilegios en la bonanza y conservarlos en las crisis.
En ese contexto la pregunta de si nuestra democracia podrían resolver sus crisis de otra manera, mi respuesta sería que eso dependen del nivel de desigualdad. Podríamos resolverlas a condición de desplegar fuertes políticas redistributivas antes de que las masas se movilicen. Sin embargo, cuando el miedo a la violencia estatal está desigualmente repartido, hay pocos incentivos para eso; al contrario, se generan condiciones para que aquellos con poco poder, aquellos que históricamente causan miedo, sufran violencia.
Mi hipótesis es que una democracia que no logra poner freno a la desigualdad económica y política tenderá a resolver sus crisis con estallidos de violencia estatal. Y lo que estamos viendo en estos días es la adecuación política y social a ese escenario.
Esto no quiere decir que crea que vamos en ruta hacia una nueva dictadura. A diferencia de los golpes descritos hasta aquí, los militarotes como Pinochet con sus campos de exterminio son algo mucho menos frecuente en nuestra historia. Además, el adoctrinamiento basado en el terror que generó la dictadura sigue vigente. Pinochet instaló en el ADN nacional un modelo económico y social que nunca estuvo en nuestra historia, pero que ahora se ha vuelto una mutación determinante. Por ello, me parece que una dictadura que dure una decena de años no es algo que interese a nadie, al menos por ahora. Pero no pasa lo mismo con los golpes para imponer el orden cuando se encabrita esa otra parte del país que no ha mutado. O cuando aquellos que están felices consumiendo, se decepcionan con lo que el sistema les ofrece.
Esto es justamente lo que enfrentó la elite chilena en 2019.
Durante el estallido social esa elite volvió a tener un miedo que no había sentido desde Allende. Aislada al máximo, (el CEP atribuía al estallido un 80% de respaldo ciudadano, aún después de la quema de las estaciones de Metro), se vio forzada a hacer promesas y mea culpas[7]. La que más se recuerda hoy es la frase de Alfonso Swett, por entonces presidente de la CPC, “tenemos que meternos las manos al bolsillo y que duela”.
Quienes han investigado lo que ocurrió en la Moneda durante el estallido (por ejemplo La revuelta, de Laura Landaeta y Víctor Herrero) argumentan que en tras un mes de manifestaciones, el gobierno perdió el control de las calles ante el repliegue de los policías agotados y desabastecidos. El presidente enfrentó la disyuntiva de sacar a los militares a la calle o entregar La Constitución. La primera opción, explican Ladaeta y Herrero solo habría sido posible si Piñera se hacía responsable legalmente de los costos que eso pudiera ocasionar, pues los militares no querían terminar presos[8]. La opción entregar la constitución terminó imponiéndose.
Algunos creerán que está bien declarar que Piñera es demócrata porque tomó la decisión no violenta. Temo, sin embargo, que se abstuvo porque los militares probablemente habrían llevado la violencia a niveles que por entonces no estaban validados. Temo también que actores políticos y económicos que echaron en falta esa tradicional herramienta de nuestra democracia, estén empujando la validación de los estallidos de violencia que aquí se describen. La pregunta inevitable es si mañana triunfa el Kast republicano y negacionista, el Kast amigo de Krassnoff, ¿qué hará con esa arma que le han dejado cargada?
En resumen, en este aniversario el gobierno logró un amplia condena de la dictadura. Y sobre el golpe, avanzó marginalmente en cuestionarlo como atentado al sistema político, es decir, la democracia no puede ser rota, los presidentes no pueden ser derrocados. Pero el otro el golpe, el que cae a sesgo sobre las personas, me temo que salió fortalecido y actualizado. Lamentablemente hoy estamos mucho más cerca de golpes sobre los civiles que los demócratas justifiquen como necesario para salvar la democracia – golpes que nos unan-, que de un piso mínimo civilizatorio que todos compartamos.
NOTAS Y REFERENCIAS
[1] En la entrevista con Manuel Antonio Garretón, Patricio Fernández dice (min 17.25) “la historia podrá seguir discutiendo por qué sucedió, o cuáles fueron las razones para el Golpe de Estado. Eso lo vemos y lo vamos a seguir viendo. Lo que uno podría empujar, con todo el ímpetu y la voluntad (…) lo que podríamos intentar acordar es que sucesos posteriores a ese golpe son inaceptables en cualquier pacto civilizatorio”. En ese momento Garretón lo cuestiona por condenar solo las consecuencias del golpe (min 18.36): “Patricio, ahí tú estás diciendo “las consecuencias” … o sea, que después del golpe no debiera haber pasado lo que pasó. ¡No! Si la sociedad (…) no tiene un consensos de que jamás debió ocurrir el golpe…”. Esta sección es la que se usa para afirmar que Fernández explícitamente quería centrar la crítica en la dictadura y no en el golpe. Sin embargo, en la misma entrevista y después de la argumentación de Garretón, Fernández agrega (min 19.52) “estamos hablando de lo mismo, quizás aquí hay un malentendido de lenguaje. La discusión de por qué sucedió, no quiere decir que esos justifique que eso deba suceder en determinadas circunstancias porque efectivamente eso que sucedió (el golpe) (…) esa manera de resolver los conflictos sociales tuvo una consecuencia que no es un día, que es una historia (…) Ese es el aprendizaje, estoy de acuerdo contigo; pongámoslo ahí, pongámoslo en el momento en que despegan los aviones que van a bombardear La Moneda, ni siquiera en el momento en que la bombardean. No despegan aviones para solucionar un conflicto político”.
[2] “Yo justifico el golpe (…) ahora, si nos vamos a las cosas que pasaron después del golpe, por supuesto uno tiene que decir que le Estado nunca debe violar los derechos humanos”, dijo el diputado Jorge Alessandri representando a varios en su sector.
[3] Una excepción no afiebrada es Jaime Bellolio, quien sostiene que ambos eventos no se pueden separar. Y que hoy, sabiendo a lo que ese golpe condujo, no se lo puede validar.
[4] En una entrevista Belisario Velasco, subsecretario del interior de Patricio Aylwin dijo en una entrevista que éste pensaba que iba a ser una dictadura corta (ver CNN min 5.19)
[5] Ver charla de Jaime Guzmán, min. 1.20
[6] Desarrollo y Desigualdad en Chile (1850-2009)
[7] El estallido social obligó a Piñera a paralizar la reducción de impuestos a las empresas que estaba llevando adelante Piñera. Bernardo Fontaine, escribió un tuit desolado: «Doloroso, pero necesario. Un tremendo cambio político. Un gobierno de derecha pide subir el impuesto a 40% cuando un gobierno socialista, Michelle Bachelet, lo bajó de 40% a 35%».
[8] Creo que ese miedo es en realidad el último escollo que tiene hoy la validación de estos golpes y es por eso, entre otras cosas, se impulsan leyes de gatillo fácil o la liberación de los presos de Punta Peuco. Pero eso da para otra columna.