Ilustración: Leo Camus

Democracias Violentas

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Esta serie semanal, escrita por investigadores del instituto milenio VioDemos y editada por TerceraDosis, incluye columnas y entrevistas con especialistas latinoamericanos en crimen organizado, punitivismo y respuestas policiales, entre otros temas. Con un pie en la necesidad de seguridad y el otro en la preservación de la democracia, la serie se estructura en torno a veintitantas preguntas iniciales -y muchas más por venir-, y se fija como meta llevar el análisis de la violencia criminal más allá del miedo, de los mitos y de los lugares comunes. Algunas preguntas que se abordarán son: ¿Estaríamos mejor si castigáramos más? ¿Va Chile camino a convertirse en México? ¿Por qué hay cada vez más “zorrones” traficando y cocinando droga en sus casas, mientras dicen estar ahorrando para instalar un emprendimiento legal cuando terminen su carrera de ingeniería comercial?  ¿Por qué en las discos del barrio alto se bailan «mambos» que describen a los asaltantes y narcos de la pobla como grandes personajes y modelos de rol? ¿Es la cárcel una solución deseable en un contexto donde el crimen organizado se ha hecho más fuerte y controla sus negocios y su organización desde los penales?


América Latina ha vivido en las últimas cuatro décadas el período de mayor estabilidad democrática de su historia. A pesar de eso, la democracia no ha sido capaz de controlar la violencia en la región ni cumplir con el ideal de paz y equidad que promete como régimen político (Pearce, 2010). Si desde mediados de los 80s la democracia constituyó la mejor alternativa para superar la violencia ejercida por regímenes autoritarios y dictatoriales, cuarenta años después, ella sigue configurando el orden político en la región, aunque tiene una naturaleza muy distinta.

Hace ya una década Arias y Goldstein (2010) argumentaban que nuestras democracias enfrentaban y a la vez coexistían con múltiples expresiones de violencia. Algunas eran provocadas por organizaciones políticas (guerrillas, grupos paramilitares o movimientos de vigilantismo[1] ciudadano); otras provenían de espasmos de violencia no organizada, como las protestas; de la represión estatal de la protesta, así como también de la corrupción estatal institucionalizada.

La novedad más reciente es que el crimen organizado ha ido colonizando esas formas de violencia, haciéndose crecientemente capaz de gobernar amplios territorios y sus poblaciones (Arias, 2017). La democracia ha fracasado sistemáticamente ante estos desafíos.

Los siguientes datos dan cuenta de este fracaso: América Latina es la región más violenta del mundo (UNODC, 2019) y sus ciudades registran altos niveles de criminalidad, situación estructural que ha sido amplificada en años recientes, entre otros factores, por los efectos de la pandemia del COVID-19 y por la consolidación del crimen organizado como una actividad crecientemente lucrativa y con alcance global. De hecho, el último reporte global sobre drogas y crimen de Naciones Unidas (2021) destaca que desde la pandemia se han desencadenado o acelerado ciertas dinámicas de tráfico como envíos cada vez mayores de drogas ilícitas, un aumento de la frecuencia de las rutas terrestres y fluviales utilizadas para el tráfico, un mayor uso de aviones privados para el tráfico de drogas y un aumento del uso de métodos “sin contacto” para entregar la droga a los consumidores finales.

La violencia homicida también ha aumentado y se ha expandido. Hacia 2017, la región concentraba la cantidad de países con mayores tasas de homicidios (superando a la región africana) y la mayor cantidad de muertes con uso de armas de fuego (UNODC, 2019). Y todo esto ocurre en democracias profundamente desiguales (CEPAL, 2016) con megalópolis altamente segregadas (Muggah, 2015) que han condenado a los más pobres a vivir en amplias áreas informales, exponiéndolos, a su vez, a crímenes de extorsión, trata, secuestro y violencia en los procesos de acceso al suelo y la vivienda.


“El populismo punitivo gana votos, pero no resuelve nada”


Chile convive hoy con varias de las violencias reseñadas: la de origen estatal-policial (que se observó, por ejemplo, en el estallido social), la contenciosa (saqueos y violencia colectiva), la generada por agentes armados no estatales (por ejemplo, en la Araucanía), la interpersonal (aplicada contra la mujer o en las escuelas) y la criminal (delitos comunes y de crimen organizado, los que se concentran en las grandes ciudades y en la zona norte del país).

Estas violencias se manifiestan en distintos territorios, momentos y espacios. No obstante, el aumento de los homicidios en los últimos años constituye la tendencia más visible, siendo asociada frecuentemente al aumento del narcotráfico y del crimen organizado.

A través de la presencia de patrones criminales más violentos, como secuestros, trata de mujeres, extorsiones, y sicariato que se observan en la frontera norte, el crimen organizado emerge hoy -al igual que en el resto de la región- como una lucrativa actividad económica, así como una forma de vida que se transforma en alternativa para amplios sectores de la población. También vemos su presencia través del accionar de grupos políticos / armados / delictuales en la Araucanía, y/o del accionar de bandas de tráfico de drogas en las periferias urbanas y la extensión de la narco cultura en el consumo juvenil.

El fracaso de la democracia frente al crimen organizado tiene múltiples causas. Sin embargo, el análisis que dominará la serie de columnas que inauguramos aquí, se enfocará en dos aspectos que nos parecen fundamentales: la ambivalencia estatal y el punitivismo.

Ilustración: Leo Camus

La ambivalencia estatal- como destacaran Auyero y Sobering- refiere a la compleja y contradictoria relación que se observa entre los liderazgos políticos (y sus estructuras), los agentes del estado (por ejemplo, el sistema judicial y las policías) y el crimen organizado.

Aunque en algunos casos la imbricación entre gobierno, crimen organizado y estado fundamenta la conceptualización de dichos regímenes como “narcoestados” (adjetivo que se ha usado recientemente en referencia a Venezuela y Nicaragua), en el resto de América Latina la institucionalidad democrática y estatal estructura relaciones ambiguas con las organizaciones criminales. En algunos territorios los estados llegan a acuerdos con el crimen organizado y «lo dejan hacer», mientras en otros lugares el estado persigue la actividad criminal. Esta ambigüedad también se produce en zonas estratégicas para el funcionamiento del crimen organizado como los puertos, las fronteras, el sector financiero, etc. La heterogeneidad de arreglos político-institucionales con el crimen organizado conduce a democracias en las que el estado de derecho se implementa de modo fragmentado y desparejo.

Por otra parte, la mano dura (o el punitivismo) se ha venido consolidando como la única alternativa de política pública a la que hacen referencia quienes aspiran a gobernar o detentan cargos electos en la región. En algunos países esta retórica que privilegia la sanción y el castigo como principal respuesta ante el desborde criminal se ha vuelto realidad. Aunque no existen otras alternativas claras ni unívocas al desafío que el crimen organizado impone, la evidencia disponible muestra de modo claro que esta salida no ha sido solución allí donde se la ha implementado. El punitivismo ha movilizado el frenesí legislativo en materia de seguridad en distintos países, así como el desarrollo de agendas cortas que fortalecen la discrecionalidad del accionar policial o su militarización, junto al uso intensivo de la cárcel mediante el aumento de las penas y/o la agenda de mano dura propios del discurso de la guerra contra la delincuencia, pero evidencia escasos resultados. Por ejemplo, la evidencia comparada indica que el aumento de la población carcelaria no tiene un correlato directo en la disminución del crimen en el mediano y largo plazo.

En consecuencia y tras casi cuarenta años de democracia en la región, hoy resulta imperioso analizar los múltiples desafíos que la violencia criminal y su consolidación imponen a nuestros países. El objetivo de la serie que hoy lanzamos es entonces el de abrir preguntas y cuestionar los supuestos que hoy informan el debate público sobre el tema.


“En un barrio donde hay tráfico, pero no hay violencia, la causa puede estar en que la policía y los narcos están organizados y cooperando.”


Uno de los supuestos más asentados en la opinión pública es que hay soluciones claras para enfrentar al delito y que solo hace falta implementarlas bien. Esta serie busca mostrar que las soluciones disponibles requieren constantes ajustes y revisiones. Esas revisiones pueden incluso llevarnos a aceptar que la realidad es bastante más compleja de lo que suponemos; que la democracia, como cualquier otra forma de gobierno, funciona en torno a una frontera muy porosa entre lo legal y lo ilegal y que no existe una clara división entre los buenos (nosotros) y los malos (ellos). A modo de ejemplo, un policía que hace la vista gorda con una banda que vende droga, puede también dedicar buena parte de su día a proteger a la comunidad de otros delitos. A su vez, las comunidades donde no se produce violencia abierta y son seguras, pueden serlo a partir de un acuerdo de “gobernanza criminal” en que bandas, policías y autoridades cooperan. También, los márgenes de ganancia del crimen organizado y sus efectos (positivos) sobre la dinámica económica usualmente se generan en torno a actividades que no generan violencia ni visibilidad social (lavado de dinero; macro-tráfico, etc.). En términos más abstractos, el ámbito de la legalidad y la democracia no solo enfrenta, sino que convive y negocia (tácita o implícitamente) con organizaciones criminales que han ganado poder en términos relativos frente al poder estatal.

Este esfuerzo por poner sobre la mesa lo complejo del problema de la violencia no debe malentenderse. Describir y analizar la ambigua relación entre la democracia y el crimen no supone justificar ese estado de cosas, sino proveer elementos útiles para una comprensión más realista respecto a cómo funcionan las democracias violentas en América Latina. Solo desde un diagnóstico realista es posible avanzar en el debate respecto a políticas públicas capaces de hacer frente al desafío que hoy enfrentan nuestros países.

La serie que iniciamos hoy estará cruzada por una serie de preguntas que buscan iluminar un problema central: ¿por qué nuestras democracias han fallado sistemáticamente en contener y evitar el avance del crimen organizado? Estas preguntas intentan recoger las que se puede hacer un ciudadano común, así como aquellas que guían las investigaciones académicas actualmente en desarrollo sobre el crimen organizado. Algunas de esas preguntas se pueden contestar en base a la evidencia disponible; otras no tienen hoy respuestas concluyentes, pero es necesario plantearlas y debatirlas. Uno de los objetivos de la serie es también el de generar nuevas y mejores preguntas en esta área.

1. ¿Tenemos legislaciones blandas que limitan la acción de la policía y protegen al delincuente en vez de a la víctima? Dicho de otro modo, ¿estaríamos mejor si castigáramos más, si tuviéramos más policías con más atribuciones y más cárceles con presos castigados por más tiempo? ¿Es la cárcel una solución deseable en un contexto donde el crimen organizado se ha hecho más fuerte y controla sus negocios y su organización desde los penales?

2. ¿A nuestros políticos les falta valor para enfrentar el delito? ¿Necesitamos lideres como Nayib Bukele, quien le declaró la guerra a las pandillas en El Salvador, o como Felipe Calderón quien le declaró la guerra al narco en México en 2006? ¿Qué se puede aprender y qué se debe evitar de esas experiencias? ¿Es por la falta de mano dura que la población empieza a hacer justicia por mano propia? Los estados intentan enfrentar el tráfico de drogas, disminuir la corrupción y bajar la violencia, pero ¿es posible atacar esos tres temas a la vez?

3. ¿Va Chile camino a convertirse en México? ¿Qué sabemos sobre las etapas y los errores que implica una deriva “a la mexicana”? ¿Hay que pensar en el problema del crimen organizado como una ruta sin retorno, es decir que cuando un país comienza un proceso de contagio criminal ingresa en una deriva más o menos inevitable? ¿Qué democracia ha logrado desviarse de esa ruta mediante alternativas al punitivismo? O alternativamente, ¿constituye el punitivismo la única solución en el horizonte? Pero si el punitivismo no es la solución, ¿por qué no funciona? Y ¿por qué las democracias latinoamericanas siguen persistiendo en la misma respuesta?

4. ¿Qué sabemos del mundo del “narco” hoy? Las cárceles chilenas están repletas de pobres, muchos de ellos mujeres jóvenes, ¿son ellas el eslabón más poderoso del “narco” en Chile? ¿Cómo se relaciona hoy la juventud con imaginarios culturales que ven al narco como una vía insurreccional para desafiar estructuras sociales desiguales y materializar la aspiración de consumir en una sociedad en que los bienes de consumo son el único marcador de éxito? ¿Por qué hay cada vez más “zorrones” traficando y cocinando droga en sus casas, mientras dicen estar ahorrando para instalar un emprendimiento legal cuando terminen su carrera de ingeniería comercial?  ¿Por qué en las discos del barrio alto se bailan mambos que describen a los asaltantes y narcos de la pobla como grandes personajes y modelos de rol? ¿Qué nos dice ese mundo de la música urbana de la sociedad en que se ha vuelto tan popular?

Democracias ambivalentes

Digamos algo más sobre el estado ambivalente[2], ese en que a veces la criminalidad es perseguida, otras veces se la deja operar y aún en otras, los políticos o actores institucionales se involucran directamente en la actividad ilegal (Feldmann y Luna 2023). Esos arreglos ambivalentes también pueden incluir escenarios de gobernanza criminal, en los que el estado y la política prefieren (tácitamente al menos) el “orden” que generan las bandas con su control territorial, al costo de intentar gobernar el territorio directamente. En este sentido, si bien es usual pensar que el crimen organizado prospera en ámbitos en que el estado y sus instituciones se han retirado, en realidad, es mucho más plausible encontrar escenarios en los que existen arreglos de cooperación y competencia entre esos tres tipos de actores. Dichos escenarios pueden resultar más o menos visibles en términos sociales.

A modo de ejemplo, cuando se rompen los arreglos (tácitos o explícitos) que se establecen entre estos tres tipos de actores, o en escenarios de alta fragmentación política y competencia criminal, es más probable observar violencia abierta. En escenarios de mayor concentración de mercado y en los que se observa mayor colusión, la violencia se mantiene bajo control.


“La alta politización que ha adquirido el problema de la criminalidad lleva a que los actores políticos busquen principalmente rendimiento electoral más que la eficacia en el control del delito.”


Dicho de otro modo, en un barrio donde hay tráfico, pero no hay violencia, la causa puede estar en que la policía y los narcos están organizados y cooperando. Al contrario, en uno donde hay violencia, esta puede ser resultado de que la policía se está enfrentando a determinado grupo, a veces por razones legítimas, en otros casos dada su vinculación con grupos criminales rivales (el caso de Rosario en Argentina[3] ejemplifica la alternancia entre el primer tipo de equilibrio y el segundo, aunque la explosión de la violencia en la Provincia de Santa Fé es excepcional a nivel nacional, ya que en el resto del país predominan equilibrios del primer tipo). Entre otros factores eso explica, por ejemplo, que Argentina tenga hoy aproximadamente la mitad de los homicidios cada 100.000 habitantes que los que tiene Uruguay, aunque eso no indique, necesariamente, que Uruguay tenga proporcionalmente más incidencia del crimen organizado en su territorio. Todo esto lleva a repensar los supuestos desde los que operamos en relación con el vínculo entre democracia, crimen organizado y violencia.

Otra manifestación usual de la interacción entre los tres tipos de actores es la denominada gobernanza criminal (Arias 2017; Lessing 2021). En este tipo de arreglo, los actores políticos y estatales deciden co-gobernar el territorio y la población que lo ocupa junto a las bandas criminales.

Este fenómeno es particularmente visible en Brasil, donde de acuerdo con distintas estimaciones recientes, disponibles para el caso de Rio de Janeiro, cerca de un 40% de la población vive en zonas de la ciudad controladas por los sindicatos criminales o las milicias paramilitares (vea aquí un mapa actualizado de la gobernanza criminal en esa ciudad). Las cárceles de la región, teóricamente un espacio en que el estado debería ejercer el máximo poder de coerción constituyen también un ambiente privilegiado en que se ejerce la gobernanza criminal. De hecho, las bandas criminales que hoy dominan Brasil, pero también rutas y territorios clave para el crimen organizado en América del Sur tienen su origen en las cárceles brasileras.

Democracias punitivas

Ante este escenario, las agendas de seguridad articuladas en torno al punitivismo y la mano dura se han ido consolidando como la principal respuesta desde el liderazgo político. El temor ciudadano a la delincuencia y al crimen organizado también han contribuido a generar un espiral de iniciativas orientadas a condenar a los delincuentes. Esta demanda ha estimulado un frenesí legislativo en torno a temas de seguridad y ha disparado la solución rápida de convertir a los espacios públicos y a las ciudades en espacios de vigilancia y control mediante cámaras y/o instalación de rejas. Incluso, en países como Chile (con niveles de seguridad mayor a sus pares en la región, como mostraremos en las columnas de esta serie), el miedo y la sensación de desprotección son tales que el “modelo Bukele” ha comenzado a ser crecientemente referido en nuestra conversación pública, así como en foros especializados.

No obstante, como se dijo, el punitivismo ha resultado profundamente ineficaz. La mano dura ha generado un incremento significativo de la proporción de personas privadas de libertad durante las últimas dos décadas. No obstante, la criminalidad y la violencia han ido en aumento, al tiempo que las prisiones se han convertido en uno de los principales bastiones desde donde se articula y opera el crimen organizado. Al mismo tiempo, en casos como los de México y Colombia, la “mano dura” también ha resultado en mayores niveles de corrupción de los agentes estatales. Cuando el liderazgo político se “va en la dura”, el precio (la coima) que pueden cobrar quienes cooperan con las bandas de crimen organizado sube, estimulando mayores niveles de corrupción (Lessing, 2018). Al igual que en el norte global, en América Latina las respuestas simples al delito no han logrado ser efectivas (Zimring, 2012).

Sin embargo, tampoco ha sido efectiva la promoción de esquemas de participación ciudadana desarrollados por el estado para la prevención del delito. Desde los 90s en la región se han impulsado una serie de estrategias que apuntan a que sujetos y comunidades sean coproductores de la seguridad. Inspirada en la experiencia anglosajona, las políticas de prevención del delito se han focalizado en el involucramiento de la ciudadanía para el resguardo y protección de sus hogares y barrios. Estos esquemas participativos han dado pie al alza del vigilantismo, en que grupos privados reemplazan al estado en territorios donde crece la ansiedad e impotencia que produce la poca eficacia de las respuestas públicas. En países como Bolivia, México o Guatemala el vigilantismo suplanta al estado en los márgenes urbanos y en periferias rurales violentas, y tornan al uso de la fuerza física y la violencia por parte de privados como constitutiva de estos esquemas “preventivos”.

Hasta ahora las democracias punitivas no han sido capaces de controlar la violencia delictual, como tampoco al crimen organizado. Las columnas y entrevistas que componen esta serie muestran que ni la guerra contra la droga que declaró México en 2006, ni el remake que lleva adelante Bukele en nuestros días, han sido capaces de controlar la violencia ni el crimen organizado. En el caso de Bukele, además, hoy presenciamos un debilitamiento significativo de la democracia (aunque este se produzca con altos niveles de legitimidad social y apoyo popular).

Explicar este fenómeno es complejo pues su raíces se extienden más allá del ámbito de la dinámica criminal. Como sugiere la experiencia global, la alta politización que tienen el crimen y la seguridad lleva a que los actores políticos busquen principalmente rendimiento electoral más que la eficacia en el control del delito. El sistema político-electoral y el populismo penal que este último estimula (Dammert y Salazar, 2010) son clave para entender las deficiencias con las que nuestras democracias enfrentan los desafíos actuales. El punitivismo se consolida así en torno a una reacción política a las ansiedades que causa el crimen y el temor ciudadano a la delincuencia, y se retroalimenta mediante las dinámicas de interacción más frecuente entre los actores políticos, los medios de comunicación, y el electorado. Como destacan Roberts y Hough (2002), el populismo punitivo permite a los actores políticos vincularse con las emociones del electorado y comunicarse de manera simple con ellos. Sin embargo, aunque el populismo punitivo gana votos, no resuelve nada.

Lo que se observa hoy en América Latina en general, y en Chile en particular, es una visión pragmática en materia de políticas de seguridad. Dicha visión genera la mayoría de las veces el incremento del presupuesto en seguridad pública, modificaciones penales orientadas al endurecimiento de las penas, la disminución de la edad de imputabilidad penal y el aumento de la población penitenciaria, la militarización de tareas policiales, y/o el aumento de discrecionalidad del accionar policial. Dado el clima político imperante, no parece haber tiempo de buscar nuevas respuestas. Tampoco hay tiempo para iniciar y asentar procesos institucionales que permitan dar soluciones sostenibles ni tampoco para calibrar y estimar la implementación y eficacia de las agendas cortas. El punitivismo se ha convertido en un horizonte móvil. El efecto del modelo Bukele, cada vez más popular, amenaza con expandir un modelo autoritario en la región, en que la promesa de la seguridad llega en ancas de la supresión de derechos civiles básicos de la población.

Este escenario pareciera augurar que -en América Latina y en Chile en particular- el enfoque de prevención del delito y la perspectiva integral en la respuesta al crimen- promovida principalmente por agencias de cooperación internacional y las democracias progresistas a principios de los años 90- está siendo eclipsada. Aquellos enfoques y modelos que promovieron planes, políticas y programas orientados no sólo a reprimir y castigar el crimen, sino también a hacerse cargo de las causas psicológicas, sociales, urbanas y culturales que lo explican, están siendo desplazados por respuestas efectistas, aunque electoralmente eficaces. Ya sea a través de la instalación de cámaras de televigilancia o bien encarcelando en masa, las democracias latinoamericanas tratan de contener el problema, aunque es vasta la evidencia científica comparada que destaca que ello por sí solo no sirve de mucho.

INVITACIÓN A DEBATIR

En este complejo escenario, no es fácil esbozar una sola salida al problema. No hay buenas prácticas que importar desde otros continentes ni políticas públicas con base en evidencia que aseguren el éxito de las medidas. Lo que sí vale la pena es revisar las distintas aristas y la complejidad que adquiere hoy el fenómeno criminal en América Latina en general y en Chile en particular y con ello, contribuir a un debate público más serio sobre el tema.

El Instituto Milenio VIODEMOS (Violencia y Democracia), en alianza con TerceraDosis, se propone contribuir al logro de este objetivo mediante esta serie que abordará transversalmente la dimensión ambivalente del estado a través de sus formas en la democracias latinoamericanas y el punitivismo desde la experiencia de investigación que hemos desarrollado en VIODEMOS, y con el aporte de colegas nacionales e internacionales que han estudiado e investigado de manera sistemática la violencia.

En primer lugar, analizaremos temas asociados a la demanda por mayores penas (el “punitivismo”), sus causas, y sus posibles consecuencias. En ese contexto daremos cuenta de las implicancias de los proyectos legislativos recientemente aprobados o en trámite en Chile, abordaremos las características del fenómeno carcelario y de las políticas de “guerra contra la delincuencia” como respuestas. Queremos reflexionar sobre sus complejidades en Chile y en América Latina. También revisaremos los alcances de los esquemas de vigilancia comunitaria y, en particular, sobre los efectos que tiene la violencia sobre las prácticas políticas ciudadanas.

En segundo lugar, la expansión del crimen organizado en Chile y en la región será foco de nuestro análisis. Se buscará establecer qué lugar ocupa Chile hoy en el contexto internacional, cuáles son las expresiones más y menos visibles de la criminalidad organizada (de la que el narcotráfico es una de múltiples expresiones) y sus posibles impactos; la dimensión cultural que adquiere el narco en los territorios y la relación entre el debate del crimen organizado y la delincuencia sobre la migración en nuestro país.

Finalmente, en clave comparativa, y recurriendo a voces expertas en distintos países clave de la región (El Salvador, Brasil, Colombia, México, Argentina, Uruguay, Venezuela), se reflexionará sobre las estrategias estatales y de política pública en materia de seguridad, sus alcances y desafíos. En este plano, nos preguntaremos por los efectos que han generado políticas como la liberalización del mercado de marihuana en Uruguay, la fuerte inversión en equipamiento urbano y el desembarco del estado en zonas con alta presencia criminal en Medellín, y/o las políticas de mano dura que hoy está implementando Bukele en El Salvador.

Como hemos dicho, lejos está de nuestra intención dar cuenta de respuestas definitivas. No las hay, nadie las tiene. Esa convicción choca de frente con un debate público que estribando en el legítimo temor que siente la ciudadanía, se ha visto saturado de discursos facilistas y poco profundos para responder a un problema que es de suyo complejo. Nuestro objetivo es entonces el de contribuir a una reflexión más madura e informada. Esta reflexión requiere, más que afirmar certezas, cuestionarlas. Buscamos abrir preguntas y contribuir a extraer segundas y terceras derivadas, sobre una problemática que, si bien no ha afectado la duración de nuestras democracias, si ha venido a erosionar su calidad y desempeño sustantivo. Por lo demás, la interacción entre altos niveles de violencia con instituciones democráticas constituye un rasgo ya estructural de nuestras sociedades. Nuestra apuesta es comprender un poco mejor dicha interacción, así como las potencialidades y riesgos de las estrategias de política pública hoy en discusión para mitigar sus efectos.


NOTAS Y REFERENCIAS

[1] La noción de vigilantismo hace referencia, como destacan Fuentes, Diaz y Quiroz (2022) al uso que grupos o individuos hacen de la fuerza física, o de la amenaza de su uso, hacia personas u objetos con la finalidad de prevenir, expresar represalias, castigar conductas consideradas lesivas  o contener situaciones peligrosas, de manera extralegal o ilegal. (…) en lo referido al uso legítimo de la coacción, ha sido pensada como antinómica al Estado. (p.12)

[2] El concepto de ambivalencia ha venido a consolidar y profundizar lo que O’Donnell (1993 y 2004) identificó como “áreas marrones” del estado latinoamericano respecto a su presencia y legalidad. O’Donnell argumentaba la presencia de tres tipos de arreglos que caracterizarían la relación presencia Estado-territorio: Países  con mayor cantidad de áreas en las que existe un alto grado de presencia del Estado (en términos de un conjunto de burocracias razonablemente eficaces y de la efectividad de una legalidad debidamente sancionada), tanto funcional como territorialmente (ej. Noruega); países en los cuales existe un alto grado de penetración territorial pero una presencia significativamente menor en términos funcionales/clasistas (Estados Unidos); y países con un nivel muy bajo o nulo en ambas dimensiones (países como Brasil o Perú.

[3] Sobre el caso de Rosario ver: De los Santos, Germán, and Hernán Lascano. Los Monos: Historia de la familia narco que transformó a Rosario en un infierno. Sudamericana, 2017.


Referencias

  • Arias, E.D. (2017) Criminal Enterprises and Governance in Latin America and the Caribbean. Cambridge University Press.
  • Arias, E.D. y Goldstein, D. (2010). Violent democracies in Latin America. Duke University Press.
  • Auyero, J. y Sobering, K. (2019) Ambivalent State: Police Criminal Collusion at the Urban Margins. Oxford University Press,
  • Comisión Económica para América Latina y el Caribe-CEPAL (2017) Panorama Social de América Latina 2016. https://repositorio.cepal.org/items/2245fb5f-e904-4475-8e2f-0116806c8cc5
  • Dammert, L. y Salazar, F. (2009) Duros con el delito. Populismo e Inseguridad en América Latina. FLACSO- Chile.
  • Fuentes, A.; Gamallo, L. y Quiroz, L. (2022). Vigilantismo en América Latina. Violencias colectivas, Apropiaciones de la Justicia y Desafíos a la Seguridad Pública. México Ed. BUAP-CLACSO.
  • Feldmann, A. E., & Luna, J. P. (2023). Criminal Politics and Botched Development in Contemporary Latin America. Elements in the Politics of Development. Cambridge University Press.
  • Lessing, B. (2017). Making Peace in Drugs War. Crackdowns and Cartels in Latin America. Cambridge University Press.
  • Lessing, B. (2022). Conceptualizing Criminal Governance. Perspectives on Politics, Vol. 19, Nº3.
  • Muggah, R. (2015) A Manifesto of the fragile city. Journal of International Affairs- Vol 28. N°2.
  • O’Donnell (2004) Acerca del Estado en América Latina Contemporánea. Diez Tesis Para Discusión. La Democracia en América Latina. Contribuciones para el Debate, Org. PNUD/UNDP. Buenos Aires, PNUD y Aguilar.
  • O’Donnell (1993). On the state, democratization, and some conceptual problems: A Latin American view with glances at some postcommunist countries. World Development, Vol 21, Nº8.
  • Pearce, J. (2010) Perverse state formation and securitized democracy in Latin America,Democratization, 17:2, 286-306
  • Roberts, R. y Hough, J.M. (2002) Changing Attitudes to Punishment: Public Opinion, Crime and Justice. Routledge
  • United Nation Officce on Drugs and Crime-UNODC (2019). World Drug Report. Ver informe aquí
  • Zimring, F. (2012). The city that became safe: New York Lessons for urban crimes and its control. Oxford University Press.

Un comentario de “Democracias Violentas

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