Imagen tomada de twitter que registra a una persona armada durante la balacera en el barrio Meiggs el 1 mayo 2022

Nuestra obsesión constituyente y el país real

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En este duro análisis Juan Pablo Luna cuestiona las prioridades de la elite política y académica, de la cual se reconoce parte. Mientras la mayoría de lxs chilenxs está preocupado de la seguridad y de sobrevivir, esa elite debate sobre el plebiscito de salida en términos de «mi opción o el caos». No ve, reclama Luna, que “cuando las instituciones están desbordadas, apostar todo al rediseño institucional es barrer la mugre bajo la alfombra”. Insiste en que necesitamos con urgencia un pacto social que permita a las nuevas instituciones encarar los múltiples conflictos que desbordan al Estado y al sistema político. “Propiciar y vertebrar ese pacto” debería ser la tarea fundamental del gobierno de Gabriel Boric, explica.


Se nos vienen meses duros. La campaña para el plebiscito del 4 de septiembre no dará tregua y nos hará pensar que en ella se nos van la vida y el país. Una polarización banal y simplista se apropiará de nuestras conversaciones, al son de operaciones comunicacionales tan baratas como predecibles. Abandonaremos grupos de WhatsApp y congelaremos amistades para evitar perderlas. Unos twittearán como locos, otros nos llamaremos a silencio. Será nuestra opción o el caos.

Apuesto sin embargo que a poco andar cundirá la desazón entre quienes resulten vencedores, aunque algunos solo se animarán a admitirlo en sordina. Quienes resulten vencidos sabrán, mientras tanto, que ni la vida ni el país se nos fueron en aquella papeleta. Y también en sordina reconocerán que, al perder la elección, en el fondo, salieron ganando.

Ud. sabe tan bien como lo sé yo que no hay mayor mérito en esta predicción. Hace años ya que el devenir de la política chilena puede describirse como una larga letanía de expectativas frustradas, para un lado y para otro. En este ciclo triste, expectativas cada vez más infladas se han dado de bruces con realidades cada vez más duras. Tras cada golpe y cada vez más abollados, sublimamos el dolor en una nueva esperanza que tras unas pocas semanas comenzará a frustrarse.


“Hace años ya que el devenir de la política chilena puede describirse como una larga letanía de expectativas frustradas, para un lado y para otro.”


Si Ud. está leyendo estas líneas le apuesto que también, de forma más o menos activa, se ha hecho parte de la dinámica que describo. Sea por tanto bienvenido al club de los raros. Somos quienes consumimos con fruición el debate en torno a la Convención Constituyente. Somos una minoría vociferante y con tribuna. Damos sugerencias, debatimos alternativas. Somos una minoría tan intensa como voluntarista. Pero somos minoría.

Somos quienes nos ilusionamos con la “canalización institucional” del estallido en noviembre de 2019 y quienes subestimamos los efectos de la pandemia en “bajar” la protesta y esconder el drama social y el colapso institucional (ese mismo drama social y colapso institucional que la pandemia, en los hechos, terminó de profundizar). Algunos entre nosotros hoy claman por “una Constitución que nos una”. Y a varios les hace sentido porque en el fondo todos sabemos que, en una sociedad tan quebrada y resentida, todo lo demás nos separa.

Cuando la ciudadanía anda hace tiempo por otro lado, preocupada por la inseguridad y por llegar a fin de mes, cuando el desborde institucional es tan evidente, somos nosotros quienes apostamos todo a solucionar los problemas que nos aquejan rediseñando las instituciones y las políticas públicas. Somos quienes no entendimos que el único activo a preservar de la Convención Constituyente era la legitimidad que generó en un inicio su conformación y diversidad social. Nos rifamos esa legitimidad apostando a una solución que solo podía (comenzar a) serlo si todos asumíamos su precariedad y sus limitaciones. 

Somos quienes se manifestaban preocupados por las expectativas “desmedidas” que generaba el proceso constituyente. Mirando de soslayo a un otro que desconocemos (“la gallada”), nunca fuimos capaces de admitir ser los principales portadores de la desmesura. Mientras una realidad cada vez más dura golpeaba a la mayoría de la población nos pasamos un par de años debatiendo tecnicismos y slogans en nuestros medios, redes y foros académicos. La creciente inocuidad de esos debates doctos les produjo ictericia a varios de nosotros. Son esos que hoy escriben cartas al director añorando histéricamente un pasado en que influían, mientras el resto de nuestro grupo les ensalzaba su lucidez y bagaje cultural. Por supuesto, la Convención también aportó lo suyo con las estridencias propias de un proceso de incorporación política inédito en una sociedad estamental.

Somos quienes nos pensamos técnicamente habilitados para la ingeniería social. Sabemos que la actual Constitución y sus trampas, las que podemos recitar de memoria, propiciaron la crisis que explotó en la cara a quienes nunca quisieron reformarla. Pero a pesar de todo eso que sabemos (o tal vez por eso) ignoramos algo tan simple como evidente: los problemas que hoy aquejan a Chile no se resuelven solo ni principalmente por la vía constitucional.


“No entendimos que el único activo a preservar de la Convención Constituyente era la legitimidad que generó en un inicio su conformación y diversidad social. Nos rifamos esa legitimidad”.


Los fenómenos sociales complejos tienen causas asimétricas. La Constitución actual puede haber generado buena parte de los problemas que hoy enfrentamos, pero cambiarla en el presente no revierte las causas de nuestra crisis actual. Sabemos por ejemplo que el consabido “centralismo” chileno es causa fundamental de inequidades territoriales que hoy rompen los ojos. Pero descentralizar el poder en medio de dichas inequidades y en un contexto en que campean caudillismos bastante oscuros solo contribuirá a profundizarlas.

El proceso de desborde institucional y polarización política que hoy vive Chile hace que las autoridades políticas no tengan poder. Aquel poder está hoy atomizado y se ejerce, como ha descrito elocuentemente Kathya Araujo, en relaciones sociales cotidianas que ponen en entredicho las jerarquías sociales tradicionales. En esa sociedad el ámbito de lo legal también está en recesión. Las reglas de juego son sin duda muy relevantes, pero debemos reconocer que el perímetro de la cancha en que operan esas reglas se nos ha encogido.

Paradójicamente, somos parte de una sociedad en que el poder y la impotencia se han democratizado, a costa de una institucionalidad democrática cuyas pifias no quisimos ver y que hoy cruje ante nuestros ojos. Encontrar formas de mitigar la contradicción creciente entre la institucionalidad democrática-liberal y la dispersión atomizada del poder en la sociedad contemporánea constituye un desafío fundamental de nuestro tiempo. Ese desafío es aún más profundo en sociedades quebradas por la desigualdad y gobernadas por estados cada vez más débiles y desparejos en términos territoriales y funcionales. 


“Más que portadores de soluciones, cargamos con problemas cuya solución no solo nos es esquiva y desconocida»


Cuando las instituciones están desbordadas, apostar todo al rediseño institucional es barrer la mugre bajo la alfombra. También lo es apostar el poco capital político con que cuenta el gobierno a procesar reformas que generarán desgaste. Es necesario anclar las nuevas instituciones en un pacto social que les otorgue la tracción necesaria para comenzar a arbitrar efectivamente los múltiples conflictos que hoy desbordan al estado y al sistema político. La nueva Constitución no puede ser ese pacto, pero lo requiere para funcionar. Propiciar y vertebrar ese pacto es la tarea fundamental del gobierno que hoy encabeza Gabriel Boric.

Mientras tanto, como elite es hora ya de sincerar nuestra inoperancia y la de nuestras instituciones. Se me dirá que eso no soluciona nada y que estamos en una deriva trágica. Y es probable que tengan razón. Mi única esperanza es que nuestro sinceramiento también implique asumir que más que portadores de soluciones, cargamos con problemas cuya solución no solo nos es esquiva y desconocida, sino que tampoco nos pertenece en exclusiva. Por lo pronto, nuestro silencio (que sé utópico) podría por lo menos contribuir a reducir la polarización que hoy impide que ambas opciones en juego sean evaluadas en sus justos términos y atendiendo a las limitaciones que ambas comparten.  

2 comentarios de “Nuestra obsesión constituyente y el país real

  1. Fernando Aldea dice:

    Juan Pablo dice en palabras sabias, que somo parte del problema y que aunque nos sintamos bien inspirados, el impacto de cambiar la opinión de otros no es un resultado cierto… Por tanto, humildad y sencillez en los tiempos que vienen…

  2. Pingback: Chile al otro lado del plebiscito – Tercera Dosis

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