Ilustración:Leo Camus

Los esqueletos en el armario de la política chilena, a propósito de Democracia Viva

Clientelismo y patronazgo

TEMAS: , , , ,

Democracia Viva no es una novedad. Esta columna sugiere que desde el acuerdo Lagos-Longueira de 2003, los actores políticos captan recursos públicos en forma ordenada, entendiendo que los que gobiernan reciben un poco más, pero a todos les toca. Salvo excepciones, estos repartos no son robo personal, sino prácticas clientelistas incrustadas desde hace décadas y que, aunque suene raro, permiten que se materialicen las políticas públicas. La novedad es que hoy ese acuerdo de la elite política parece haberse roto.


Al hacerse público el caso de Democracia Viva en Antofagasta, la primera reacción de medios y comentaristas fue tratarlo como un caso de corrupción, donde militantes de Revolución Democrática utilizaban fondos públicos en su propio beneficio. Entenderlo de esta forma, no obstante, simplifica excesivamente el problema. Sin descartar un eventual aprovechamiento personal, el también llamado Caso Convenios es, en realidad, ejemplo de una forma de canalizar recursos públicos que opera constantemente en la política y las instituciones chilenas desde hace un siglo. En este articulo mostraremos que las implicancias más importantes de este caso se entienden mejor en los marcos de las prácticas clientelistas, es decir, en el marco de la asignación relativamente discrecional de fondos públicos a organizaciones afines a las autoridades. Esas prácticas no son para nada excepcionales ni recientes: alcanzan muchas organizaciones privadas, con y sin fines de lucro, involucran a reparticiones públicas diversas, existen y persisten por varias razones. En esta columna voy a examinar solamente las prácticas de clientelismo y patronazgo en la política nacional asociadas con transferencias desde el Estado.[1]

Mi argumento general parte de la base de que el sistema político chileno opera en un marco de acuerdos políticos generales, escritos y no escritos, con sus propias reglas y sanciones. Estas reglas son la manera en que los distintos actores políticos administran el poder en un contexto de crisis de confianza. Lo que los ciudadanos desconocen es que esas reglas incluyen el clientelismo como una práctica extendida, que opera como una institución política informal. El clientelismo ofrece una solución limitada e imperfecta a los problemas de confianza institucional, porque si bien agiliza la distribución de los recursos públicos, lo hace creando exclusiones. Por ello, casos como el de Democracia Viva no se resuelven solamente con controles más estrictos sino con acuerdos políticos satisfactorios para todos los actores políticos, que aborden el carácter excluyente de instituciones como el clientelismo.

En ese sentido, el caso actual tiene algunos paralelos con la crisis que se vivió hace 20 años, en 2003, vinculada con el llamado caso Mop-Gate. Aunque era mucho más compleja que la actual, también se articuló en torno al uso discrecional de recursos públicos y, en especial su vinculación con los partidos políticos. Esa crisis se superó con una agenda de transparencia acordada entre el presidente Lagos y el senador Longueira. El acuerdo limitó los recursos que el gobierno tenía para distribuir y designar cargos de confianza, pero no los eliminó. Los acuerdos de 2003 resolvieron la disputa en la elite política en torno al destino y distribución de fondos públicos hacia organizaciones del tercer sector y el rango de cargos de confianza. Eso, hasta 2023, porque algo cambió en Antofagasta.

Esta forma de entender el problema permite visualizar mejor el dilema que ha enfrentado el Frente Amplio, un colectivo que se había propuesto no caer en estas prácticas. En un sistema político donde el clientelismo está interiorizado, el cambio político que se requiere es que el Estado deje de ser el árbitro entre grupos de interés y encarne un proyecto de justicia social con principios compartidos y reglas claras. En el artículo abordo, primero, la ineficiencia de las supuestas soluciones basadas en mayores controles. En segundo lugar, muestro cómo operan las prácticas clientelistas favoreciendo unos grupos sobre otros mientras consolidan la base electoral de sus gestores. Por último, analizo las debilidades del sistema político que hacen difícil pensar en acuerdos que terminen con el clientelismo: entre ellas, el escaso espacio político para una figura mediadora como la que encarnó Longueira en 2003.  

Ausencia de control o crisis de confianza

Cada cierto tiempo se descubren casos de asignación discrecional de fondos públicos a entidades privadas. Tales casos aparecen frente a la opinión pública como ejemplo de «malas prácticas» que debieran arrancarse de raíz. Al intentar explicar por qué ocurren, el diagnóstico más común es que han fallado los controles, ya sea por connivencia o complicidad de los responsables. Pero generalmente no se trata de eso. Salvo excepciones bien conocidas que han llegado a la justicia –recientemente el caso de la Municipalidad de Vitacura y antes el caso Corpesca– la mayor parte de los casos en los cuales un partido u organización es favorecido con fondos públicos, no aparecen asociados con enriquecimiento personal. Más aún, la mayor parte de ellos se ajustan a los procedimientos administrativos establecidos.

Probablemente es por eso que el Contralor General de la República, Jorge Bermúdez, quien tiene la responsabilidad de investigar el caso Democracia Viva y eventualmente sancionarlo, ha mostrado cautela. En su comparecencia ante la Comisión de Vivienda del Senado, el contralor no descartó la posibilidad de corrupción, pero bajó las expectativas de encontrarse frente a un delito: «no necesariamente van a haber grandes hallazgos. Puede parecer poco ético, pero no necesariamente será un incumplimiento de la normativa».

Por su parte, María Jaraquemada, presidenta de la comisión de expertos para la probidad y transparencia convocada por el gobierno para hacer propuestas a partir del caso, señaló que la discrecionalidad en las asignaciones debiera reducirse y ser objeto de mayor transparencia, apuntando a un perfeccionamiento del sistema de asignaciones.

Quienes se encargan de la fiscalización saben que controlar todo resulta virtualmente imposible. A modo de experimento mental imagine lo que tendría que hacer una organización pública que haga traspasos a organismos privados y que quiera ir a la segura frente a regulaciones e inspecciones: tendría que pedir rendiciones con informes de actividades indicando fecha, recibo simple de los fondos y comprobante del gasto por cuestiones tan sencillas como un viaje en taxi de $3.500. El resultado de operar de ese modo es que, aunque se cuente con plataformas de atención al usuario y se redoble la carga de trabajo del personal, los tiempos de respuesta a los beneficiarios de las políticas se dilatarían hasta amenazar el avance de las iniciativas. Si bien la solución más a mano parece ser el incremento de los controles, llevarla a cabo plantea el proverbial problema de que la vaina puede salir más cara que el sable.

Complementariamente a los controles hay quienes exigen mayor precisión en contratos y convenios. El supuesto es que las relaciones entre el gobierno y quienes colaboran con su gestión desde el sector privado o sin fines de lucro es equivalente a un contrato entre individuos. Como lo sabe cualquiera que haya hecho un contrato, mientras más desconfianza existe en que una de las partes no cumpla con sus compromisos, más detallados deben ser los contratos. Los acuerdos detallados en prevención de la mala fe o el oportunismo de la contraparte incrementan los costos de transacción y tienden a agregar ineficiencia a los sistemas. Contractualizar hasta el detalle lleva, en el límite, a una situación borgeana que no impide que aparezca una nueva forma de violar el acuerdo. Precisamente por esto es que las instituciones son relevantes para la economía, la política y la sociedad, porque permiten no contractualizar hasta el infinito al establecer «las reglas de juego en una sociedad o, más formalmente, restricciones construidas por la humanidad que modelan la interacción humana» (North 1990).

Instituciones políticas, clientelismo y patronazgo

En gran medida, porque ni la sociedad ni la política pueden resolver los problemas de confianza a través de contratos detallados y más controles, nos encontramos con prácticas que institucionalizan, muchas veces informalmente, reglas que reducen la incertidumbre de la relación entre las partes.

Dos instituciones que han persistido en la política chilena y que son claves para entender su organización son el clientelismo y el patronazgo (Rehren 2002, Ferraro 2008, Moriconi 2011). Ambas tienen en común que se trata de relaciones sociales asimétricas, en la cual hay intercambio mutuo pero una parte tiene más poder que la otra. El que tiene menos paga con su lealtad política y la parte que domina en la relación provee recursos y servicios gracias a su posibilidad de incidir en la formación o distribución del presupuesto público –un intercambio que las partes entienden como «favores», porque no son transacciones comerciales entre desconocidos.

La distribución del presupuesto público refleja en gran medida las relaciones de poder en una sociedad. Aún más, el acto de asignar recursos públicos forma parte de un corporativismo que aún persiste y que permite que cada ministerio se relacione directa e intensamente con diversos actores de la vida nacional (la excepción puede ser RREE, pero seguramente no es inmune.)

Ahora bien, atender a estos grupos en base a una casuística donde inciden las relaciones sociales y personales, por oposición a principios generales de justicia social, es el sustento del clientelismo y el compadrazgo. Estas instituciones informales reducen la incertidumbre en los intercambios, aunque de manera imperfecta, porque lo hacen creando exclusión. Los fondos para financiar un campeonato deportivo, por ejemplo, pueden asignarse con mayor confianza de que serán destinados a la actividad si se le entregan a una organización que en el pasado ha respondido con responsabilidad. Ahora, en la misma medida que se reduce la incertidumbre se generan exclusiones, porque puede haber otra organización igualmente responsable que sea desconocida para los responsables de distribuir los fondos.

Podría suponerse, entonces, que cuando una coalición o partido está en el gobierno sólo favorece a sus partidarios; como se dice coloquialmente, actúa como «caja pagadora». Pero el juego es más complejo que la simple suma cero, donde lo que gana uno lo pierde el otro. Juan Pablo Luna y Rodrigo Mardones (2016) revisaron los gastos discrecionales asignados a las municipalidades para saber si existía algún tipo de favoritismo o clientelismo.[2] Con tal fin compararon la asociación de los gastos discrecionales con la orientación de política los alcaldes y diputados, y los resultados de las votaciones. El resultado: nada parecido a arbitrariedad, las asignaciones seguían criterios técnicos apegados a la focalización del gasto, incluidas las asignaciones discrecionales. Los autores dejaron abierta la posibilidad de que existiese una forma de clientelismo no detectada por su análisis, pero el resultado más fuerte es que no se podía achacar a los gobiernos actuar con preferencia hacia sus partidarios en la distribución de los recursos.

Uno de los problemas que enfrentan los cientistas políticos al analizar el clientelismo o el patronazgo como «compra de votos» es que suponen que se trata de eventos esporádicos, en circunstancias que son relaciones sociales establecidas. Por razones similares yerran el blanco quienes suponen que los traspasos discrecionales están destinados a financiar las campañas políticas y sus operadores. El político y sus votantes establecen lazos de colaboración y apoyo que no responden a la pura instrumentalidad del intercambio de bienes o servicios por votos. El intercambio de recursos y votos existe, pero está engarzado en un complejo de relaciones sociales que no son meramente instrumentales, sino que incluyen acompañamiento, visitas, conversaciones, fiestas y un sinfín de actividades que conforman la vida cotidiana de los votantes (Barozet 2004). Desde el punto de vista del político, contar con la posibilidad de incidir en el presupuesto nacional es un aspecto clave para sostener esta relación clientelar. Eso permite distribuir bienes y servicios (clientelismo), y también proveer empleo en el sector público (patronazgo).

Nada de esto es nuevo en la política chilena. Al menos hasta los años 1960s, diputados y senadores aprobaron leyes que modificaban el presupuesto nacional para atender los intereses particulares de sus votantes: desde mantención de caminos hasta pensiones de gracia (Valenzuela 1977). Desde 1990, impedidos constitucionalmente de generar iniciativas que involucraran gasto público, parlamentarios y gobierno se concentraron en los espacios de discrecionalidad que dejaba el presupuesto nacional, lo que les permitía mantener vivo el clientelismo y el patronazgo.[3] Un diputado, que no era de Santiago, solía «ir a terreno» con un cortejo compuesto por todas las autoridades públicas políticamente afines que podía reunir: alcaldes, consejeros regionales, concejales, jefes de servicio, entre otros. En las reuniones locales, frente a las demandas de los concurrentes iba distribuyendo las tareas a las autoridades de acuerdo con su campo de competencia. El diputado contaba con que sus adláteres tenían la autonomía suficiente para orientar los recursos hacia los públicos identificados. El ejemplo sirve para mostrar por qué los análisis agregados del gasto público no detectan el clientelismo: no se trata de que los recursos sean desviados de su objetivo, sino que quienes pertenecen a la red clientelar reciben una atención más expedita y pertinente.

Los traspasos discrecionales o bajo el radar, aún limitados por la agenda de transparencia de 2003, viven en títulos, subtítulos, glosas e ítemes del presupuesto nacional que las partes interesadas conocen perfectamente. Para tener el cuadro completo del caso de Antofagasta, es clave comprender que los fondos que reciben organizaciones privadas de interés público, no los distribuye solamente el SERVIU (si bien en Antofagasta fue el principal donante), sino que también lo hacen otros servicios públicos. Por ello no resulta sencillo establecer si hay algún tipo de desequilibrio en la distribución de estos fondos entre las organizaciones colaboradoras de la gestión pública. Porque habría que hacerlo contando todos los servicios, en las 346 comunas del país, observando los equilibrios comuna por comuna, así como por provincias, regiones y para todo el país.

Una de las leyes aprobadas en el marco de la agenda de transparencia en 2003 (Ley 19.862) estableció la obligatoriedad de que los organismos públicos declaren todos los traspasos que hacen a entidades privadas, sean personas u organizaciones.[4] Los datos son públicos y están disponibles para quien quiera consultarlos. De hecho, si se seleccionan traspasos de fondos desde ministerios y servicios públicos a entidades privadas en la comuna de Antofagasta durante 2022 se cuentan casi 10 mil millones de pesos en traspasos a 43 entidades, la mitad de ellas recibiendo más de 100 millones, entre los que se encuentran los 426 millones que recibió Democracia Viva (ver aquí). Algunas publicaciones destacaron también las transferencias a fundaciones con directivos que apoyaron la candidatura del presidente Boric o que estaban a favor de la propuesta de la Convención Constitucional.

Al evaluar las fundaciones por su proximidad con una orientación política y no por el logro de sus objetivos, se pierde de vista que éstos eventualmente alcanzan a diversos actores políticos, porque los traspasos no siguen un principio donde el que gana el gobierno se lleva todo. Puede conjeturarse que todos los actores políticos, especialmente en el nivel local, eventualmente reciben traspasos discrecionales bajo distintas formas y desde diversas fuentes. Las prácticas de asignación discrecional no son decisiones unilaterales, en que cada senador, diputado, intendente, gobernador o funcionario actúa según estime conveniente. Tampoco son prácticas donde quien está en el poder sólo favorece a sus partidarios. En su trasfondo hay sub-entendidos políticos no escritos que establecen el marco dentro del cual opera la discrecionalidad. Los marcos varían entre localidades y pueden referirse, por ejemplo, a equilibrios entre provincias o apoyo a instituciones que concitan consenso (como algunas universidades), etc.

El ministro Mario Marcel, en entrevista radial, entregaba una interpretación de la situación actual en el mismo sentido, al afirmar que se habría roto el pacto establecido en 2003, en referencia al acuerdo logrado entre la Concertación y la oposición ese año para sortear una grave crisis política (ver aquí a partir del minuto 21). La mirada del ministro Marcel permite entender un poco mejor lo que está en juego en el debate sobre traspaso de fondos desde el gobierno a entidades privadas. En efecto, en 2003, cuatro diputados de Renovación Nacional denunciaron el traspaso de fondos públicos a ONG con el objetivo de financiar campañas políticas. El caso se complicó porque entremedio apareció Mop-Gate y también los sobres con dinero de gastos reservados. La denuncia de los diputados se convirtió en una de las leyes que compusieron la agenda pro-transparencia del momento, resultado de las conversaciones Insulza-Longueira.

Como se dijo más arriba, el acuerdo limitó, pero no eliminó los recursos del gobierno para distribuir discrecionalmente. Probablemente, los acuerdos forjados por el gobierno de Lagos establecieron ajustes que satisfacían a las facciones de la elite política en disputa, por lo que no era necesario escarbar más en las finanzas de organizaciones sin fines de lucro.

Los traspasos discrecionales y los nombramientos de confianza se redujeron, pero siguieron existiendo dentro del marco de un acuerdo político con sus propios balances y sanciones. Evidencia de otros estudios relativos a inversión regional deja claro que los actores políticos locales siempre tienen posibilidad de bloquear o vetar las iniciativas del contrincante (Espinoza et al 2019). Algo así parece haber ocurrido en Antofagasta. Porque la regla implícita parece ser que las transferencias alcanzan a todas las fuerzas políticas y grupos de interés presentes en las localidades, con algo de ventaja para quien se encuentra en el poder. Son las reglas de un quid-pro-quo que todos los actores del campo político conocen y respetan, aunque no estén escritas.

La debilidad institucional de la política chilena

La crisis de la cual el caso Democracia Viva es un síntoma tiene que ver con la debilidad institucional dentro de la cual se organiza la política chilena, una situación que tiene hitos y antecedentes que preceden el caso en cuestión. En tal sentido, se trata del síntoma de un problema mayor que es la dependencia de las fuerzas políticas de prácticas cuyo objetivo es atender a grupos de interés, en una acción de tipo particularista. El caso le estalla en las manos al FA porque una de las renovaciones que necesitaba la política chilena era desembarazarse del clientelismo y el patronazgo. Antofagasta parece indicar que no lo está haciendo.

La operación de la política en Chile se mueve en el filo de la informalidad, atenuada en la conciencia moral de quienes promueven estas prácticas, por sus sinceras motivaciones altruistas. Por citar un ejemplo que he encontrado en mis investigaciones: ¿Es corrupción que un diputado envíe a funcionarios públicos de su partido a una comuna pobre de su distrito para que ayude a las autoridades locales a formular un proyecto de inversión en términos técnicamente adecuados? «No vuelvan hasta que el proyecto esté RS» (recomendado sin observaciones).[5] Formalmente, sin duda es corrupción. Pero ¿cuál es la alternativa? La comuna podría haber continuado esperando por años el puente, el agua, el hogar de adulto mayor o lo que fuera, hasta que en algún organismo pertinente se estableciera la función de apoyo técnico en terreno para la formulación de proyectos, con encasillamiento y grado en la jerarquía de los funcionarios responsables. Claro que no solo hay virtud en estos mecanismos; el propio diputado u otra autoridad local pudo usarlo para conseguir votos en vistas a una elección venidera.[6] Son además prácticas que generan exclusiones porque privilegiar la comuna preferida del diputado deja fuera a otras con iguales o mayores necesidades.

Resolver este problema requiere de acuerdos políticos amplios, al estilo de los que logró el presidente Lagos en 2003. En la coyuntura actual, el problema del presidente Boric es que no tiene nadie equivalente a Longueira al otro lado del espectro político. Y cuando aparece alguien como Jaime Bellolio o un partido como Evópoli buscando posicionarse en el rol de estadista, mirando el largo plazo, recibe la reprimenda de su sector para indicarle que están embarcados precisamente en lo contrario: darle con todo lo que se pueda al gobierno.

Quizás sea momento de pensar en agendas que no pongan todo el peso en los funcionarios públicos, como lo hacen las de transparencia y modernización del Estado. Quizás sea el momento de hablar sinceramente de clientelismo y patronazgo, los procesos que están a la base de los escándalos recientes y de otros anteriores. Y quizás sea también el momento de pensar en serio sobre el tamaño del Estado. Algo de lo que hoy se externaliza y es motivo de crítica quizás mejor estuviera dentro del Estado y sometido a los controles propios de un servicio público. Los arreglos que se alcanzan entre grupos de interés pueden lograr cierta estabilidad, pero no garantizan principios de justicia social, precisamente porque son soluciones de compromiso. La política democrática siempre se mueve en la tensión entre, por un lado, los intereses particulares de distintas entidades y, por el otro, el establecimiento de principios generales de justicia en la distribución de los recursos. Quizás el caso de Democracia Viva permita lograr acuerdos que fortalezcan la institucionalidad política sobre bases menos particularistas, la única forma de obtener certezas y mejorar con justicia las condiciones de vida de la población.


NOTAS Y REFERENCIAS

[1]    Las transferencias al sector privado existen antes que nada porque, en la búsqueda de equilibrios macroeconómicos, un requisito es mantener el sector público en un tamaño reducido. Muchas políticas públicas operan por medio de transferencias, vale decir, sin que el Estado intervenga como ejecutor. En todas ellas se observan distintos problemas; sin embargo, no todas dan lugar a prácticas de clientelismo o patronazgo como las que se examinan en el artículo.

[2]    Luna y Mardones (2016) definen como gastos discrecionales todos los que no son subsidios en salud y educación; por ejemplo, becas e infraestructura, entre los más importantes.

[3]    La evidencia que se muestra a continuación proviene de diversos proyectos de investigación en torno al tema, de los cuales el más reciente es: Fondecyt 1211099, ‘“No, esos no se cuentan”. Instituciones informales y cohesión social: legitimación, crítica y disputas en el orden normativo del Chile actual’, cuya investigadora responsable es Emmanuelle Barozet.}

[4]    El Registro Central de Colaboradores del Estado y Municipalidades fue establecido en 2005 en virtud de la ley 19.862 de 2003, una de las que conforman la agenda de transparencia acordada entre gobierno y oposición. Es posible que las transferencias registradas sean menos que las efectivas, pues no todos los organismos públicos completan la información requerida inmediatamente después de realizar una operación.

[5]    Los personajes y las organizaciones han sido alterados por compromiso de confidencialidad con entrevistados y entrevistadas. El mecanismo, sin embargo, opera de la forma descrita.

[6]    Entre 1925 y 1973 era excepcional que un alcalde u otra autoridad local alcanzara el Congreso Nacional (Valenzuela 1977). Desde 1990, incluso dejando a un lado los alcaldes designados por la dictadura que llegaron al parlamento, el paso desde la política local a la política nacional es mucho más común.


Referencias

Barozet, Emmanuelle (2004), “Elementos explicativos de la votación en los sectores populares en Iquique: lógica y eficiencia de las redes clientelares”, Política n°43, primavera 2004, Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile, Chile, pp.205-252. DOI: 10.5354/0716-1077.2020.55774

Espinoza, V., Rabi, V., Ulloa, V. y Barozet, E. (2019) Decision-Making and Informal Political Institutions in Chilean Sub-National Public Investment. Public Organization Review 19, 21–43. https://doi.org/10.1007/s11115-018-00433-1

Ferraro, Agustín (2008) “Friends in High Places: Congressional Influence on the Bureaucracy in Chile”, Latin American Politics and Society, University of Miami, pp. 101-129.

Luna, Juan Pablo & Rodrigo Mardones (2016) Targeted social policy allocations by “clean” state bureaucracies: Chile 2000–2009, Journal of International and Comparative Social Policy, 32:1, 36-56, DOI: 10.1080/21699763.2015.1118399

Moriconi Bezerra, Marcelo. (2011). ¿Ilegalidad justificada?: clientelismo controlado en la administración chilena. Perfiles latinoamericanos, 19(38), 227-247.

North, D. (1990). Institutions, institutional change and economic performance. Cambridge: Cambridge University Press.

Rehren, Alfredo. (2002) Clientelismo político, corrupción y reforma del Estado en Chile, pp 127-166 en Reforma del Estado. Volumen II. Dirección Pública y Compras Públicas, editado por Salvador Valdés Prieto. Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos.

Valenzuela, Arturo, 1977, Political Brokers in Chile, Durham, Duke University Press.

Deja un comentario

Descubre más desde Tercera Dosis

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo